Cosmopolis

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

Ensoñación para una profecía

Basado en la novela homónima de Don DeLillo, el nuevo film del director de Crash especula y hasta teoriza acerca del carácter alucinadamente virtual, imaginario, del mundo contemporáneo. Y lo hace a través de un geniecito de Wall Street que vive arriba de su auto.

“Tenías ojos celestes, nunca me lo dijiste”, le dice la esposa al protagonista, cuando le avisa que se quiere separar. Es, obviamente, un chiste diagonal que David Cronenberg le tira al espectador, teniendo en cuenta que el tipo no se saca los anteojos negros en toda la película. Pero es al mismo tiempo una clave de la clase de registro que el realizador de M. Butterfly suele trabajar, del que Cosmópolis representa un nuevo ejemplo consumado. Clave también, bajo el manto de una banalidad apenas simulada, de aquello de lo que el cine de Cronenberg habla. Está claro que en el marco de la realidad cotidiana no existe una sola mujer que no sepa de qué color son los ojos del marido. Pero Cosmópolis no transcurre en la realidad cotidiana, aunque lo aparente. Sobran ejemplos que demuestran que el viaje de Eric Packer tiene más de sueño que de realidad material, tal como la perciben los sentidos. De eso habla, especula y hasta teoriza Cosmópolis, basada en la novela homónima de Don DeLillo: del carácter alucinadamente virtual, imaginario, del mundo contemporáneo.

Eric Packer no vive en la realidad, sino en la realidad de su auto. Su limusina, especialmente diseñada para cumplir todas las funciones posibles. Del acarreo a la sexualidad, pasando por el lounge, la sala de conferencias (sus asesores se reúnen con él allí), la deposición (el vehículo incluye un vertedero como de avión), el consultorio médico (Packer se hace un chequeo diario) y desde ya la conexión con el mundo (virtual) a través de todos los gadgets y pantallas líquidas posibles, que le permiten apostar al segundo a favor o en contra del yuan. Packer es un geniecito de Wall Street, uno de esos entrepreneurs semizombificados que son (o parecerían ser) dueños del mundo. “¿El presidente de qué?”, le pregunta a su jefe de seguridad, cuando éste le avisa que va a ser difícil cruzar toda Manhattan como él pretende, porque el presidente de la Nación está en la ciudad y la ciudad es un quilombo.

Otro chiste indirecto, otro comentario sibilino. Habituado a tratar con presidentes de compañías, la pregunta de Packer tiene su lógica. Pero también puede entenderse, traduciéndola al porteño, como “¿De qué presidente me hablás?”. Los Packer del mundo están por encima del presidente de la Nación: el momento elegido para estrenar Cosmópolis en la Argentina la convierte, casi y como sin querer, en el más amargo comentario sobre la reelección de Obama. Genialidad de DeLillo, que Cronenberg hace suya, en Cosmópolis el poder presidencial y el empresarial circulan literalmente en paralelo, a través de Manhattan. Con la diferencia de que la limo de Packer está insonorizada, y cuando quiere puede apretar un botón y oscurecer las ventanillas, consumando el fuera del mundo absoluto en el que vive.

Pero como el Facundo de Borges (el de Borges, no el de Sarmiento), Packer va en coche al muere. Y lo sabe. Es más: parecería desearlo. A partir de determinado momento ya no quedan dudas. Tal vez por saberse un condenado, quizá porque intuye que todo eso sólido es de cuarzo líquido, el hedonista absoluto termina comportándose como trágico. Trágico absurdo: Packer expone su vida... por un corte de pelo. Para eso viaja hasta su Itaca de la otra punta de Manhattan este Ulises de farsa: para cortarse el pelo con el peluquero que se lo cortaba de chico. Publicada antes de las sucesivas convulsiones del “cibercapitalismo” al que DeLillo supo darle nombre, Cosmópolis se interpretó como profecía. Si el autor la escribió antes de los sacudones del 2008 y 2011, Cronenberg la filmó al mismo tiempo que los “indignados” de Wall Street. Y reconvirtió velozmente esa realidad callejera en realidad de sueño, con activistas tirando ratas muertas sobre la gente, desfilando con roedores gigantes de cartón piedra o encajándole a Packer tremendo pastelazo de slapstick en la cara, como el anarco lúcido y ridículo que interpreta Mathieu Amalric.

Como todos los films de Cronenberg, Cosmópolis se percibe como ensoñación. Ver el momento en que Packer aborda, de un salto, el taxi en el que justo viaja su esposa. Y la relación entre ambos: al comienzo no se entiende si son compañeros de oficina, competidores de finanzas o amantes ocasionales. Ver la visita del médico, exploración prostática incluida. Esas mutaciones físicas, como la matriz de Geneviève Bujold en Pacto de amor: aquí, la “próstata asimétrica” (¿?) del protagonista. Esas armas inauditas, que recuerdan a las de Videodrome. Esos rostros-máscara, como el del hombre cuya cicatriz parece heredar la de Ed Harris en Una historia violenta. Ensoñación que es también una mascarada, poblada de esfinges. Esfinge mayor, el rostro lívido, mandibular y hermético de Robert Pattinson hace juego con el James Spader de Crash, el Jude Law de ExistenZ, el Ralph Fiennes de Spider y el Viggo Mortensen de Promesas del Este, confirmando a Cronenberg como intuitivo genial de las matemáticas del casting.