Corralón

Crítica de Fernando Sandro - Alta Peli

En el Oeste está el agite.

Hace trece años se estrenaba Palermo Hollywood una película que venía a darle un giro estético, quizás desde lo comercial, a la mirada que el Nuevo Cine Argentino mantenía de la juventud marginal. Probablemente impensado que cuatro películas después, sea su mismo director quien se anime a entregar el film más fuerte y descarnado sobre la violencia subyacente en el Conurbano Bonaerense; siempre manteniendo una impronta estética destacable.

Si algo caracteriza a Corralón es su falta de disimulo, de eufemismos, aunque sí maneja un gran lenguaje metafórico. Algo de herencia del cine de Campusano, mucho de la violencia visual del cine de los ’70. No es un film fácil de ver, menos de asimilar. Pero si se adentra puede ser una experiencia única.

Juan (Luciano Cáceres) e Ismael (Pablo Pinto) se encargan de los repartos de un Corralón en el Municipio de Moreno, pleno corazón del Oeste Gran Bonaerense. Como si fuese La Naranja Mecánica en un contexto propio y desde la actualidad post moderna, Juan e Ismael son dos personajes que no harán ni el menor intento por caernos bien, si algo de carisma despiertan es por propio carácter contrario. Son diferentes uno del otro, pero son iguales: Mal hablados, guarros, borrachos, desenfrenados, capaces de vociferarles groserías a mujeres desde su camión, pendencieros, permanentemente excitados (sobre todo Ismael).

En un inicio, que pareciera más protagonizado por Ismael, Corralón los sigue en esa rutina de trabajo, metiéndose en conflictos menores de alta carga violenta, en una suerte de frenesí impulsivo. Pero lentamente se nos va introduciendo en otra zona, otro nivel.

Totalmente borrachos acuden a una casa de familia acaudalada y comienzan a descargar material sobre el cuidado jardín de la señora (Brenda Gandini) que reacciona de un modo histérico. Su marido (Joaquín Berthold) entra en la discusión de un modo más violento, descarga alguna tensión de clase y la cosa pasa a mayores, aunque pareciera haber quedado en ese episodio. Pero no, Juan, que tiene una obsesión con el mundo canino, planea algo, y llevará la agresión a un estrato inesperado.

En este segundo tramo, en el que el protagonismo pareciera pasar a manos de Juan, será necesario alguna vez apartar la mirada, distraernos, tratar de descargar la tensión que generan las imágenes que nunca caen en un morbo innecesario; todo es sugestión, alta sugestión.

Eduardo Pinto optó acertadamente por una fotografía banco y negro de altos contrastes, como demostrándonos que no es un mundo de grises. Desde un montaje furioso, pero no convulsionante, y una banda sonora que pareciera querer recordar a la nueva ola inglesa, todo inspira transgresión. Planos cerrados, un elenco ajustado y correctamente marcado, más de una vez se plantean duelos escénicos de alto voltaje. Habrá imágenes que quedarán grabadas en nuestra retina.

Las interpretaciones del conjunto (al que habría que sumar a Carlos Portaluppi y la ascendente Nai Awada, jugadísima) se manejan en un alto nivel, lo cual es un logro mayor por lo que exigen los personajes. Cáceres y Pinto brillan, entre ellos tienen química, y juegan a la perversión con Gandini y Berthold de un modo más que natural. Sus roles son tan desagradables como queribles, y son capaces de llenarlos de gestos, de miradas, de actitudes que definen sus personalidades. Ambos logran actuaciones al nivel de lo mejor de sus carreras.

Conclusión:
Corralón genera la dicotomía entre apartar la vista y la irrefrenable necesidad de posar la mirada sobre lo hipnótico. Es atractiva, furiosa, extremadamente violenta –sin ser morbosa– y disruptiva. Con apartados técnicos de gran nivel (más aún para una producción chica e independiente como esta), y actuaciones formidables; estamos frente una de esas propuestas que quedan durante largo tiempo en nuestra memoria.