Corpus Christi

Crítica de Martín Chiavarino - Metacultura

Un cura estepario

Al igual que en su último opus, The Hater (Sala Samobójców: Hejter, 2020), el realizador polaco Jan Komasa construye en Corpus Christi (2019) un film desgarrador y visceral sobre la violencia que anida en la naturaleza humana y el engaño como forma de socialización, asimismo analizando la vocación sacerdotal y la necesidad de ofrecer oportunidades a aquellos que cometieron un error.

Tras conseguir salir en libertad condicional del reformatorio juvenil para trabajar en un aserradero como carpintero en el otro extremo del país gracias a su buena conducta y los lazos construidos con el párroco de la institución, Daniel (Bartosz Bielenia), un joven de rostro incisivo y rasgos afilados de veinte años, se hace pasar por un sacerdote para intentar escapar del arduo trabajo aprovechándose de una confusión al llegar a la pequeña comunidad. A pesar de no tener ninguna prueba que acredite su condición, Daniel es dejado al frente de la parroquia local durante la ausencia del vicario oficial, generando bastante revuelo con sus ideas y atípicos sermones y sus acciones inesperadas para el comportamiento eclesiástico.

Rápidamente, Daniel descubre en su nueva identidad que la comunidad está sumida en la congoja y la ira debido a un terrible accidente fatal en pleno centro de la ciudad como consecuencia de una colisión entre dos autos en la que murieron los seis involucrados, un hombre adulto que iba solo y un grupo de cinco jóvenes que venía de una fiesta. En el lugar del accidente los familiares han montado un gran altar conmemoratorio con los fotos de los jóvenes fallecidos, pero no han permitido que la víctima del otro auto, un hombre conflictivo, tenga su memorial ni sea enterrado en el cementerio junto al resto. Daniel se pone del lado de Eliza (Eliza Rycembel), la hermana de uno de los jóvenes fallecidos, que deplora la actitud discriminatoria de su madre y del resto de los familiares y la hostilidad de algunos de éstos ante la viuda del hombre fallecido, tomando acciones para que el entierro se lleve a cabo a pesar de la negativa de la comunidad y las amenazas. Ante la hostilidad del alcalde y de los familiares, Daniel mantendrá su cruzada en contra de la estigmatización y del odio para lograr que la comunidad logre sanar la herida que amenaza con devastar el corazón de la ciudad, aunque se arriesgue a que su fachada quede expuesta.

La libertad condicional de Daniel es, más que una oportunidad de reinsertarse, una huida de una pelea a muerte con otro recluso que tiene una inquina personal contra él, pero el protagonista utiliza esta oportunidad para redimirse ante él mismo ayudando a la comunidad a comprender que una sociedad se construye perdonando pero no olvidando, ofreciendo así una lección a los políticos y los familiares devastados por la pérdida que se sumergen en el odio para sostenerse en pie y levantarse por las mañanas.

Si por un lado la aceptación y el éxito de los sermones de Daniel demuestran la incapacidad de la Iglesia para adaptarse a los tiempos que corren, siempre abroquelándose en sus antiguas instituciones y prácticas, la picardía de Daniel ante la comunidad propone que son los preconceptos los que marcan el lugar en el que la sociedad coloca a los individuos, dado que el respeto que recibe como sacerdote es inversamente proporcional al que los trabajadores del aserradero reciben de parte de la comunidad. Precisamente el protagonista se define como cura cuando Eliza lo maltrata al considerarlo un joven más sin futuro proveniente del aserradero. Con su ardid Daniel pasa de ser una escoria que trabaja en el aserradero, un emprendimiento que utiliza trabajo semi esclavo a instancias del alcalde, a ser un eje de la aquiescencia y la estabilidad comunal en una operación de transformación comprobable en la actitud de Eliza.

La movida de Daniel es claramente una herejía, una interpelación de los dogmas de la Iglesia desde la práctica de los marginados que hace carne el discurso vacío eclesiástico de la pobreza para enfrentarlo a la realidad, al verdadero discurso del excluido, en este sentido el guión es deudor de la obra El Queso y los Gusanos: El Cosmos de un Molinero del Siglo XVI (Il Formaggio e i Vermi: Il Cosmo di un Mugnaio del ‘500, 1976), de Carlo Ginzburg, uno de los textos más importantes de la corriente historiográfica denominada microhistoria, que recupera dramas dejados de lado por la historia oficial para construir una historia de las clases populares.

Si las escenas del comienzo y el final marcan una violencia dura aunque típica de las instituciones carcelarias, la violencia simbólica que soportará el personaje durante todo el film y la violencia social de la comunidad no serán menores. Las mentiras sumergen al personaje en la comunidad pero también lo alejan de ella, transfigurando su posición de embaucador en redentor, sacrificando su nuevo rol adquirido y su capital simbólico por la sanación de la comunidad.

El mayor éxito del film es transponer la cuestión de lo sagrado y lo religioso a partir de la sanación de una comunidad dañada por la pérdida que es intervenida por otro sujeto dañado que busca en el ejercicio del sacerdocio no sólo una redención, sino más bien una transformación de su vida. Definitivamente la existencia de Daniel quedará transformada en un ejercicio metafórico en el que su cuerpo se convertirá en el cuerpo de Cristo, del crucificado, del hombre sacrificado por la comunidad para expiar los pecados de todos.

Jan Komasa logra una gran tensión en cada una de las escenas del film en base al guión lacónico del galardonado escritor polaco Mateusz Pacewicz, guionista de The Hater, y a las sonrisas desconcertantes y desafiantes de Bartosz Bielenia, develando los misterios sobre la vida del protagonista en momentos inesperados que ponen a Daniel entre la espada y la pared para ofrecer una visión de las penurias y las vidas arruinadas de los jóvenes confinados en los reformatorios, instituciones de encierro que fallan en su tarea de reinsertar a los individuos en la sociedad. El director de Varsovia 44 (Miasto 44, 2014) conduce así al espectador ante la transformación de este delincuente juvenil en un sacerdote que cambia las vidas de una comunidad empatizando pero también enfrentándose a la ira que ellos sienten ante la pérdida de sus seres queridos.

Bielenia compone brillantemente a un joven de gran complejidad en su carácter, capaz de movilizar a una comunidad en pos de sobreponerse de la pena y la cólera, pero también de matar, un joven adulto sin adolescencia, sin futuro, que vive la vida como se le presenta, intentando sobrellevar su carga. A diferencia del protagonista de The Hater, Daniel actúa sin premeditación, creyendo en sus buenas intenciones, en su vocación de liderazgo, pero engañando con su condición.

En la fotografía de Piotr Sobocinski predomina un gris melancólico y deprimente, un trabajo sobre la imagen que se funde con la interpretación de Bielenia, un joven quebrado tempranamente por la vida que busca en los intersticios un camino hacia la supervivencia, pero también hacia la redención de sí mismo y de la comunidad que sin proponérselo termina liberando de su carga, convirtiéndose en el cordero.

Basada en un episodio real ocurrido en Polonia, Corpus Christi expone las estructuras e instituciones de las pequeñas comunidades ante las crisis producto de las tragedias, abierta a nuevas influencias, nuevas corrientes y modalidades de liderazgo como las que propone Daniel con su taciturna pero carismática personalidad, que genera atracción pero también zozobra e inquietud. Extraordinariamente dirigida e interpretada, la película hace colapsar los dogmas y coloca al espectador ante sus propias penurias para repensar el concepto de pérdida y de sanación, proponiendo que el primer paso es el enfrentamiento del individuo con su propio odio para encontrar el perdón en su corazón.