Copacabana

Crítica de Verónica Arena - Leedor.com

El sábado 23 de Enero Martín Rejtman estrenó su última película titulada “Copacabana” ¿Cómo se lee una obra dedicada a la situación de la comunidad boliviana en Buenos Aires desde su proyección en un ámbito como lo es Fundación Proa?

Ubiquémonos para comenzar en el barrio de la Boca. Rumbo hacia la Fundación, mirando por la ventanilla del colectivo, contemplo una escena que se prolonga el tiempo de un semáforo en rojo: un hombre de entre 20 y 35 años (el grado de alcohol que lleva puesto hace que me resulte imposible precisar su edad) se encuentra tirado sobre la pared de una construcción muy deteriorada, llena de afiches despegados y rotos. Tiene una pierna lastimada. Le grita algo a su compañero que se encuentra a unos cuantos metros de distancia, pero no parece preocuparle que lo escuche. Bebe un largo sorbo de un misterioso líquido que ha guardado en una botella de gaseosa. Me mira de pronto con lo que parece un cierto grado de estrabismo, se para torpemente, apenas atina a darse vuelta para quedar de cara a la pared, se desabrocha la bragueta y se dispone a orinar sin demasiada concentración. El colectivo arranca… Una mujer le da indicaciones a un niño desde el balcón de su departamento. Un perro vagabundo huele la basura. Un joven con mochila y toda la pinta de europeo mira medio perdido a su alrededor. Así continúa mi recorrido hasta llegar a donde nace nuestro emblemático Caminito.

Desciendo del colectivo. Llega hasta mí un intenso olor a pochoclo que sus vendedores dan a probar de una canasta a los transeúntes con la esperanza de aumentar la clientela, y con éste se mezcla, en una combinación más que particular, el olor a putrefacción que emana despiadadamente del Riachuelo. Paralela a la rivera, al aire libre, se encuentra expuesta una serie de reproducciones de obras del Louvre. En ellas incluso se han respetado los marcos dorados que originalmente las contienen en su residencia parisina. Curiosamente muchas de estas obras se encuentran rayadas por una mano ¿discrepante?, ¿aburrida?, ¿que no les encuentra valor?, ¿que no las comprende?

Llego finalmente a las puertas de Proa. Entro y los primeros contrastes salen a relucir: el aire acondicionado ha eliminado no solo el excesivo calor y la humedad que asedian a la ciudad en el mes de enero, sino también el intransigente olor del Riachuelo. Miro a mi alrededor y noto que la arquitectura se ha modificado notablemente: no es ni antigua, ni colorida, ni deteriorada; muy por el contrario sus muros blancos, sus terminaciones minimalistas y sobre todo el predominio de vidrio en la fachada dan a la construcción un considerable carácter de burbuja. Y me remito a la imagen de burbuja porque así de frágil es la estructura que separa el interior del exterior: apenas una puerta de vidrio que empujar y la entrada es libre y gratuita. (En el caso de la película, el precio de la entrada es de unos modestos $10, muy al alcance de las masas). Pero así como en teoría este espacio parece accesible para todo aquel amante del arte que desee ingresar, en la práctica esos vidrios resultan infranqueables, y prueba de ello es el notable cambio de público que encontramos dentro de la Fundación. Ni a los que se encuentran comprando pochoclo parece interesarles o causarles curiosidad lo que sucede allí dentro, ni a los que se encuentran en el interior, perfumados, acicalados y muy ocupados en los encuentros sociales que el espacio propone, parece urgirles el ir a recorrer las calles de la Boca.

Ahora bien, no encuentro justo reprocharles ni a unos ni a otros el desplazarse por los sectores en los que se sienten más a gusto, pero, si es tan clara la divergencia de intereses de ambos públicos, ¿a qué se debe esa tan insólita ubicación de la Fundación Proa? ¿Qué la llevó a erigirse en eterno aislamiento de su entorno? ¿Qué fin busca en el contraste? Yo me arriesgaría a decir, que en todo caso, ese fin no es de índole reflexivo, puesto que los contrastes son manejados sin ningún conflicto o cuestionamiento.

Esta situación se vuelve aún más paradójica cuando el público de Proa aterriza entre aquellas paredes climatizadas y asépticas buscando refugiarse del amenazante e incómodo mundo de la Boca, para luego meterse en una pequeña sala y disponerse a ver, a través de las proyecciones en una pantalla, ese mundo popular del que vienen huyendo.

Este carácter de contempladores pasivos y distantes queda acentuado a lo largo de la obra por un gran número de elementos de los que Rejtman sabe servirse magníficamente para indicarle a su público que lo que están haciendo no es sino espiar, por un pequeño orificio, una realidad que se les escapa por completo.

La película comienza, por ejemplo, con una serie de tomas del desfile de Nuestra Señora de Copacabana realizado por la comunidad boliviana en Buenos Aires. Cada una de estas miradas capta un personaje o grupo de bailarines durante varios segundos, quedando separadas unas de otras por un corte pronunciado, en el que el negro de la pantalla nos permite sintetiza la escena recién vista para fijarla en la memoria a modo de fotografía.

Numerosas tomas son por otro lado realizadas desde ventanas o puertas que nos sitúan del lado exterior de la escena, o desde determinados puntos fijos a los que la cámara permanece atada, captando la entrada y salida de diversos personajes de cuyas actividades no vemos sino la fracción que nuestra propia ubicación nos permite obtener.

Otro recurso del que se vale Rejtman es la escasez de diálogos o argumentaciones: vemos a las personas en su ámbito laboral, las vemos practicar coreografías, vemos los lugares donde viven, pero no sabemos lo que piensan, sienten u opinan. Así, las imágenes cobran predominio por sobre la palabra y el mundo de la comunidad boliviana en Buenos Aires comienza a hablar por sí mismo, aunque extrayendo su discurso de nosotros, sus espectadores.

Cuatro únicas funciones, que ya han agotado sus entradas, mostrarán hasta el 13 de febrero a un público privilegiado, una cara muchas veces ignorada de la ciudad porteña.