Copacabana

Crítica de Hugo Fernando Sánchez - Subjetiva

Cuando Rejtman se asoma

Para muchos, la palabra Copacabana remite a extensas playas brasileñas y en algunos casos, a la bohemia de los ’60 y el surgimiento de la bossa nova. Pero también es una ciudad boliviana al borde del lago Titicaca y por sobre todo, en donde se asienta el santuario de la Virgen de Copacabana.

Pues bien, hace cinco años Martín Rejman fue convocado por el canal Ciudad Abierta (cuando era una de las señales más interesantes de la televisión, antes del vaciamiento macrista) para que realice un documental. Se le presentaron varias opciones y director de Los guantes mágicos, Silvia Prieto y Rapado eligió a la comunidad boliviana en la Argentina, “porque era un tema muy ajeno a mí”, según reveló en una entrevista. De ahí surge Copacabana, el registro de los preparativos de la fiesta patronal de Nuestra Señora de Copacabana.

Pero claro, Rejtman va un poco más allá, bastante más allá. Copacabana comienza con un larguísimo travelling, en donde se ven los preparativos de la fiesta, después, un breve pantallazo a los festejos con la danza de los caporales (su nombre surge de los capataces que manejaban a los esclavos en las haciendas), y de las cholas con sus característicos sombreritos bombín. Y de vuelta a los preparativos, algunas viñetas del trabajo en los talleres de costura, una llamada desde un locutorio (dos minutos de charla que cuentan más que muchos ensayos sobre la realidad socioeconómica de los inmigrantes), las prácticas del baile en galpones y casas, las discusiones de la comisión organizadora; y un extraordinario pasaje, el último, donde la cámara sale de ese mundo boliviano del Bajo Flores (que ni si quiera se asoma al universo porteño) y viaja a la ciudad fronteriza de Villazón, el comienzo de todo. Allí, Rejtman toma el éxodo, el viaje desde Bolivia hacia la promesa argentina, los infinitos bolsos, la aduana, los gendarmes, la máquina de coser embalada, las recomendaciones de la azafata en el ómnibus a Buenos Aires. La tristeza.

Si Rejtman construye sus relatos de ficción con un férreo control de los diálogos que en general se dicen sobre el vacío, en Copacabana no abandona la intención, a pesar de que la película se inscribe en el género documental (¿documental?, ¿género?). Así, pasan casi 20 minutos para que se escuche una voz, la única, que acompaña la muestra de fotos de una historia, un monólogo que está perfectamente encerrado en una vida que comprende a otras: nada se derrama del envase diseñado por el director.

Y después, y antes, y durante toda la película, la cámara siempre distante, alejada del registro antropológico y con un interés genuino y respetuoso sobre un mundo ajeno. Una mirada que registra la contundente elegancia de los bailes, la belleza de los cuerpos en movimiento, la luminosidad de esos momentos únicos. Porque Copacabana es una película luminosa y feliz sobre un mundo demasiadas veces opaco.