Contra lo imposible

Crítica de Ezequiel Boetti - Página 12

"Contra lo imposible": los opuestos destinados a juntarse

Del melodrama familiar a la fábula de superación, el director James Mangold maneja a la perfección los resortes de la película deportiva. 

Es muy probable que quienes lleven más de medio de siglo en este bendito planeta recuerden Le Mans, aquella película de 1971 en la que Steve McQueen se ponía el buzo antiflama para subirse a uno de los autos que intentaban ganar las 24 horas de Le Mans, una de las carreras de autos más prestigiosas e importantes del mundo motor. Con casi cien años de historia, ese circuito francés acumula varias anécdotas que, de adaptarse a la pantalla grande, se convertirían en clásicos de ese subgénero infalible que es el deportivo. Porque así como no es posible manejar durante un día a 300 kilómetros sin épica ni espíritu de equipo, tampoco hay buenas películas sobre boxeo, automovilismo, básquet o fútbol americano sin esos componentes.

Contra lo imposible -título de stock para el auténtico aunque algo más de nicho Ford vs. Ferrari- aborda una de esas historias con un amor por la narración arrollador, casi demodé y definitivamente inocentón en tiempos de guiños y metadiscursividad. Usa como refugio cada una de los postas habituales de este tipo de relatos con un tono que va de la comedia física al melodrama familiar y de allí a la fábula de superación deportiva. Si a eso se suma que Ford es uno de los faros culturales y económicos de los Estados Unidos, el principio y modelo indiscutido de su poderosa industria automotriz, el resultado será una película auténticamente enraizada en la tradición americana.

Pero la acción no arranca en este continente sino en Europa, más precisamente durante la edición de 1959 de esa carrera, en vísperas de la consagración de Carroll Shelby como el primer estadounidense en subirse al lugar más alto del podio. La gloria, sin embargo, no alcanza para evitarle un retiro tempranero debido a un problema médico. En esos años a Ken Miles le va bien arriba de los autos pero no abajo. Impulsivo, contestatario, algo bruto pero de enorme sintonía con el lenguaje de los fierros, el piloto inglés (Christian Bale, en otra de sus actuaciones perfomáticas y exageradas con olor a nominación de Oscar) está tapado de deudas y a duras penas puede sostener el taller mecánico donde trabaja. Años después, el buenazo de Carroll (Matt Damon, que junto a Mark Wahlberg es el arquetipo de laburante yanqui) está desarrollando sus propios autos, al tiempo que Miles sigue juntando monedas para despuntar el vicio de correr. 

Los hombres son opuestos destinados a juntarse, dos criaturas perfectamente construidas por un guión que se toma todo el tiempo necesario para definirlas, dotándolas no solo de un enorme carisma sino de motivaciones concretas para actuar como actúan. Incluso los estilos actorales de Damon y Bale están en las antípodas. El factor aglutinante es una caída en las ventas que lleva a los ejecutivos de Ford –liderados por Henry Ford III, que obviamente vive a la sombra de los logros de su abuelo– a pensar estrategias para atraer a ese público joven que asocia los autos tamaño lancha de los ’50 con una idea de familia con la que no comulga. La solución, entonces, es vender velocidad. Y vender velocidad es ganar Le Mans. Pero enfrente está Ferrari, ese monstruo rojo imbatible en las tierras de Napoleón. Y ahora, ¿quién podrá ayudarlos? Pues Shelby, contratado como jefe del equipo deportivo de Ford con la flamante misión de triunfar allí donde un auto norteamericano nunca pudo. Para eso, afirma, necesita a Miles, pedido que no cae bien en la cúpula de la empresa, en especial en ese encargado de marketing que hará lo imposible con tal de que el inglés no se suba al auto.

Ese pulgar abajo será el primero de varios escollos que la dupla protagónica deberá sortear durante las dos horas y media de metraje. Ciento cincuenta que no se sienten porque el director James Mangold (El tren de las 3:10 a Yuma, la extraordinaria Logan) maneja a la perfección los resortes de las películas deportivas, abrazando sin prurito alguno un arco dramático atravesado por las caídas, pasiones, redenciones y reinvenciones, todo emanando un olor suave y pregnante a grasa de motor. Un mérito nada menor para una película de pura estirpe fierrera.