Contagio

Crítica de Luciano Monteagudo - Página 12

La paranoia en estado puro

Así como al comienzo es difícil sustraerse a la atracción que genera no sólo la dinámica del film, sino también su premisa, pasada la mitad de su metraje algo comienza a fallar en el mecanismo, como si la narración fuera un ciclista pedaleando en el vacío.

Lo primero que se escucha en Contagio, cuando la pantalla todavía está a oscuras, es apenas una tos, como la de un resfrío cualquiera, de esos que se curan con un par de días de cama, como mucho. La escena inicial, a su vez, transcurre en el aeropuerto de Chicago y de allí el espectador salta a Hong Kong, Londres, Tokio, Minneapolis y Atlanta, sin contar con la sede central de la Organización Mundial de la Salud (OMS), en Ginebra, Suiza. No han pasado diez minutos de película y uno de sus personajes principales ya está muerto, después de haber sufrido vómitos y convulsiones. Y a los quince lo están sometiendo a una autopsia, que incluye levantarle la tapa de los sesos. Por la expresión de los médicos patólogos, lo que ven allí no lo han visto nunca antes. “¿Llamo a alguien?”, pregunta uno. Y el otro le responde, aterrado: “Llamá a todos”.

Así empieza Contagio, la nueva película de Steven Soderbergh: a una velocidad que va tanto o más rápido que la pandemia de la que se ocupa. La idea, claramente, es poner al espectador en la misma situación en la que están aquellos –médicos, científicos, agencias de seguridad– que deben frenar el brote: corriendo siempre de atrás, perdiendo por varios cuerpos (literalmente) la carrera contra ese virus que parece peor que el SARS y el H1N1 juntos.

El guionista Scott Z. Burns (el mismo de Bourne: el ultimátum) sabe cómo encadenar situaciones, personajes y lugares disímiles de forma tal que vayan tejiendo una red apretada y compacta, de esas de las que no es fácil liberarse. Aquí incluso, a diferencia de lo que sucede en la saga Bourne, Burns no requiere siquiera de la suspensión de la incredulidad: las pandemias de las gripes porcina y aviar están demasiado frescas en la memoria de todo el mundo como para no aceptar como cierto o posible un brote similar, o aún peor. Y de acuerdo con las denuncias que se dispararon en su momento a raíz del rédito que habrían sacado algunos grandes laboratorios internacionales con la producción de las vacunas, tampoco cuesta demasiado imaginar el negocio que puede esconderse detrás. “Donde hay una necesidad, nace una oportunidad”, pronuncia alguien en Contagio.

A su vez, Soderbergh –quien ya había trabajado con un libreto de Burns en El desinformante– tiene el pulso justo para este tipo de historias. La cámara, que él mismo opera (muchas veces al hombro), consigue ubicarse siempre en el centro mismo de la escena, como si registrara todo en tiempo presente, vibrando a la par de sus personajes. O de sus microscopios: la sucesión de planos-detalle hace que allí donde hay manos, vasos o manijas, uno sólo vea bacterias.

El montaje, a su vez, es vertiginoso: no hay tiempo de reflexionar, sólo de actuar, parece decir la película, mientras Kate Winslet organiza la evacuación de toda una ciudad, Elliot Gould analiza compuestos para crear una vacuna, Marion Cotillard investiga el origen del virus en Asia y Laurence Fishburne sale corriendo de su despacho para una reunión de emergencia con los altos mandos de la seguridad estadounidense. “¿Y si alguien hubiera iniciado una guerra bacteriológica?”, pregunta un general entorchado de condecoraciones. A lo que el científico le responde: “No es necesario, los cerdos ya lo han hecho”.

En determinado momento, sin embargo, todo ese vértigo empieza a cansar. Así como al comienzo es difícil sustraerse a la atracción que genera no sólo la dinámica del film, sino también su premisa, pasada la mitad de sus 106 minutos algo comienza a fallar en el mecanismo, como si la narración fuera un ciclista pedaleando en el vacío. Lo que la película tenía para decir ya lo dijo, y muy bien, en sus primeros tramos, cuando la paranoia se expande más rápido que el virus. Pero luego, o bien se repite, o bien incorpora –como en el viejo cine catástrofe– algunas situaciones que pretenden mostrar la escala humana de sus personajes. Hay héroes (Matt Damon) y hay villanos (Jude Law), aunque Soderbergh se las ingenia para conseguir, dentro de lo posible, alguna escala de grises entre medio.

El determinismo de la brillante secuencia final –que se retrotrae al día uno de la pandemia, con su implacable cadena de causas y efectos– hace sospechar que Contagio pudo haber sido mejor película de la que es. Se extraña esa síntesis de la que es capaz en su epílogo y que parece incompatible con el rosario de rutilantes nombres propios que pueblan su elenco.