Contagio

Crítica de Laura Gehl - Cinemarama

La carrera de Steven Soderbergh es despareja y Contagio se hace eco de esa irregularidad. Película y director se homologan. Efectivamente, esta última película es despareja e irregular, y de hecho sería todo un hallazgo que no lo fuera porque abre tantas subtramas que termina perdiéndose por los vericuetos de las distintas historias y varias líneas quedan resueltas de manera apurada; el buen pulso narrativo de la primera mitad se acelera torpe en la segunda. Hay una mayor pericia para contar el caos y el pánico; en esos momentos la película vuela, fluye, entretiene.

El argumento es tan trillado como atractivo: un virus se propaga cual peste, no importa mucho cómo ni qué síntomas lo declaran sino que la gente muere y rápido. Hoy por hoy solo basta con un par de tweets para que el pánico se apodere de la sociedad y no hay posibilidades de que nada se esconda demasiado. “Viralizar” ya no se aplica meramente a la ciencia ni es un concepto que manejan dos anteojudos con bata de laboratorio. Las palabras obedecen a una lengua que es social y muta, se transforma junto con la manera de comunicar y comunicarnos, como un virus, y de eso se trata Contagio. La hipótesis principal parece postular que es mejor que bajemos un cambio porque nada, ni siquiera la muerte, es para tanto. Así, personajes que sugieren convertirse en protagonistas absolutos, quedan a mitad de camino sin mayor preámbulo ni consecuencias, nadie es imprescindible. Lo mencionábamos antes, Contagio trabaja muchas líneas argumentales, como si fuera un esquema de enlace químico, se desprenden dos más importantes: la gente –ese colectivo inclasificable que está tan de moda usar–, la individualidad, la enfermedad y la supervivencia vividas en tanto personas; y las instituciones, el gobierno, los medios de comunicación, que a su vez están integrados por personas. Todo se conecta al tiempo que se desglosa.

Por el lado de las instituciones se baraja demasiado. El gobierno –que siempre es el norteamericano– no quiere que este tema llegue a los medios, pero un periodista con un blog muy visitado hace desastres por Internet con la simple tarea de contar todo lo que se le cruza por delante –intereses aparte, la película lo deja claro–, y el miedo se apodera de la población, al menos de la que habita al norte del continente que como bien sabemos para algunas películas representa el mundo todo. Se trabaja en la creación de una vacuna, se aísla gente, se mueren miles, se trata de explicar cómo es que se genera una pandemia, pero nada de eso importa mucho y de todo ese gran conjunto lo interesante es cómo nos informamos, y cómo los medios tradicionales pierden poder en manos de las redes sociales que suponen ser las únicas democráticas con llegada masiva. Soderbergh no parece tener una opinión formada al respecto porque al mismo tiempo nos dice que ese exceso de información en determinados casos no genera otra cosa que estar más desinformados –no por nada el personaje más revulsivo es el periodista–, y si se mete en un conjunto desinformación más miedo el resultado es el caos absoluto y la vuelta a un estado de naturaleza en el que solo sobrevive el que tiene más balas. Por toda esta mirada de la sociedad es que el final, tranquilizador y de gente prolija esperando por una vacuna, es tan idiota como inverosímil.

Por el lado de la gente hay varias historias más o menos débiles, pero solo basta ver los ojos de Matt Damon para quedarse con esa. Su personaje es un tipo desempleado al que se le muere la mujer, que resulta ser nada menos que la primera infectada luego de un viaje a Hong Kong; él es inmune y queda solo con una hija adolescente fruto de un matrimonio anterior. Todo su trabajo consiste en sobrevivir y evitar que la hija se contagie. En torno a Damon (Mitch) giran los mejores momentos de Contagio. Son instantes en los que el vértigo de contar mil cosas se detiene y la película descansa en un simple gesto de Mitch o de su hija, en una bajada de cabeza al saber que su esposa le fue infiel justo cuando ya no tiene sentido enojarse. Mucho de lo que puede decirse sobre ese pobre tipo que de la nada perdió casi todo se dice a través de un emoticon en una pantalla de celular; la hija habla poco pero escribe, no puede ver al novio y su único contacto y regularidad con eso que antes era una vida adolescente es un mensaje de texto. Sabemos que vacuna mediante –inverosímil también– la sociedad volverá lentamente a la normalidad. En ese instante Contagio pone en pantalla una de las escenas más bellas del año: Mitch le arma a su hija en el living de su casa una fiesta de promoción con más voluntad y amor que guirnaldas y a la que solo asiste el noviecito recién vacunado. Mientras la hija baila, Mitch encuentra la cámara fotográfica, sentado solo en la pequeñez de un armario revisa las fotos y ve a su mujer en diferentes momentos del viaje, feliz, sabemos que fue más o menos por ahí que le fue infiel al marido y se genera una leve tensión con cada imagen de ella. Nadie quiere ver lo que ya se sabe y por ese mismo motivo la cámara de Soderbergh se aleja, respetando la intimidad y el llanto desgarrado de un tipo que no da más. No llora por lo que quizá puede haber visto, sólo llora por ella que no está. Contagio termina ahí, con el padre de ojos llorosos yéndose por un pasillo después de sonreírle a la hija. Lo más parecido a la cotidianeidad y la vida, lejos de la catástrofe y el caos. Para cerrar los círculos en ese esquema hiperconectado, mientras pasan los títulos se muestra la cadena de contagio, pero quizá solo sea para que se te desestruje un poco el corazón después de ver llorar a Matt Damon.