Competencia oficial

Crítica de Fernando G. Varea - Espacio Cine

Juegos de artificio. El cine siempre es verdad y artificio, aunque hay ficciones que apuestan claramente a esto último, procurando que lo lúdico o lo absurdo se impongan por sobre la representación verosímil: ejemplos hay muchos y diversos. El más reciente film de la dupla Cohn-Duprat (los mismos de El hombre de al lado y El ciudadano ilustre) propone, precisamente, una suerte de juego ácido en torno a las actitudes egocéntricas y competitivas que suelen habitar el mundillo del cine. Para ello se vale básicamente de tres personajes, envueltos en la preparación de una película surgida del anhelo de un millonario de dejar un legado prestigioso.
El punto de partida es válido pero la propuesta termina siendo vistosa en términos escenográficos tanto como trivial en cuanto al enfoque del medio que supuestamente retrata. Dichos personajes, en principio, son estereotipos: la directora excéntrica (y por lo tanto lesbiana), el actor popular (y por lo tanto mujeriego), el actor prestigioso (y por lo tanto casado con una mujer que es una caricatura de lo progre). Todo lo que va ocurriendo es la demostración, una y otra vez, de lo que cada uno de ellos representa: los extravagantes métodos y las exigencias de la directora, la falta de sutilezas del galán exitoso, las muestras de irritación del inflexible actor serio por todo lo que considera vulgar o contrario a sus principios.
Algunos sarcasmos desperdigados funcionan, incluyendo dos o tres reflexiones sobre determinados conceptos (si una película es mejor o peor, por ejemplo) que, con invariable displicencia, dispara la realizadora (Penélope Cruz logrando, a pesar de todo, hacer creíble y querible a su personaje); asimismo, puede advertirse cierta búsqueda en el criterio de la dirección artística (responsabilidad de Alain Bainée) y el empleo de planos generales exhibiendo edificaciones exuberantes por donde circula el trío en cuestión. Si por momentos asoma el recuerdo del cine de Jacques Tati, queda solo en la cáscara: en Competencia oficial los sitios sirven únicamente para confirmar lo que sabemos de los personajes (ejemplo: la casa del actor prestigioso) o adornan la acción sin provocar gag alguno relacionado con la monumentalidad arquitectónica. Una frialdad publicitaria se impone, y si la intención fue articular un universo cerrado en sí mismo, cabe preguntarse cuánto representa al cine actual –más aun teniendo en cuenta que se trata de una película realizada por directores argentinos– esos ámbitos lujosos y el desentendimiento por problemas de financiación, producción, contratos, etc. Ocasionalmente el film insinúa juegos con el sonido, aunque sin plasmar nada ingenioso al respecto.
En tanto, las situaciones supuestamente graciosas son de una insignificancia que defrauda, como lo demuestran las secuencias de los besos y de las puteadas. La confusión de la pareja culta escuchando un disco cuyos sonidos se confunden con los martilleos del vecino tiene su gracia, pero no puede decirse que sea un recurso cómico brillante. El hecho de que el empresario millonario (José Luis Gómez) no haya leído el libro cuyos derechos compró es una ironía tan obvia como las características del sótano donde el actor prestigioso (Oscar Martínez) da sus clases o la manera en que les habla a sus amedrentados alumnos. Innecesario e insensible, además, el regodearse con una supuesta enfermedad mortal de uno de los personajes como recurso para una sorpresa posterior. ¿Habrán visto alguna vez Cohn y los Duprat (Mariano y su hermano Andrés, coguionista y actual director del Museo Nacional de Bellas Artes de CABA) un film de Buñuel?
Competencia oficial –que, curiosamente, en ningún momento muestra la proyección de algo filmado, ni siquiera en una computadora, de la misma manera que el equipo técnico que suele acompañar cualquier rodaje de este tipo aquí parece prescindente– termina siendo apenas una serie de bromas poco perspicaces sobre algunos aspectos del quehacer audiovisual, con escenas que se extendien varios segundos más de lo conveniente y tramos que se corresponden más con el espíritu de ensayos teatrales que con la aventura de hacer cine.
Otros son los problemas de Azor, ya que, en principio, su historia ligada a los intereses y sospechas que reinaban en la Argentina de la última dictadura apunta a la intriga. El realizador, suizo radicado desde hace unos años en nuestro país, desconcierta al imprimirle a la llegada a Buenos Aires de un banquero privado europeo (Fabrizio Rongione, actor habitual en el cine de los hermanos Dardenne) para sustituir a su socio desaparecido, un tono seco, indolente, desdramatizado. Es cierto que los ámbitos en los que se mueve dicho personaje (caserones, una estancia, un hotel, el hipódromo, el Círculo Militar) son espacios confortables pero privados de vitalidad, elegantemente fríos, en los que todos (aun formando parte de un sector social con privilegios) expresan el miedo o la tensión de la Argentina de 1980 –año en que transcurre la acción–, como si no disfrutaran mucho de nada. Pero el clima de distanciamiento y desconfianza no debería llevar al protagonista a un intercambio tan débil o artificioso con sus diversos interlocutores. Si muchas de las personas con las que se relaciona son desconocidas y eso lo inhibe, o reprimen la sinceridad, no debería ocurrir lo mismo con su propia esposa (Stéphanie Cléau), quien –mientras fuma todo el tiempo impostando gesto distinguido– nunca parece expresar emoción alguna.
Las alusiones a la vida cotidiana durante la dictadura (“La situación aquí era catastrófica” dice el conserje del hotel, como señal de complicidad o justificación, del mismo modo que otros personajes afirman “Estamos en una etapa de purificación” o “Los parásitos hay que erradicarlos”), o a ciertas características de nuestra oligarquía (“Mis hijos no hacen más que especular, solo piensan en la plata”, se lamenta un terrateniente), a veces completan adecuadamente el friso sombrío y otras recuerdan a cierto cine argentino declamado de años atrás.
Sin dudas, un lastre de Azor es la elección –o la dirección insuficientemente eficaz– de los actores, que dialogan con despareja convicción combinando el francés y el inglés con el español. Entre ellos casi no hay argentinos: apenas el realizador Pablo Torre (como un oscuro obispo casi salido de un film de terror) y el santafesino Juan Pablo Geretto (en un papel diferente a los que suele interpretar), además de la fugaz aparición de otro director, Mariano Llinás. Este último colaboró también en el guion: precisamente, puede decirse que el tono de Azor recuerda a algunas películas en las que Llinás intervino como guionista (Secuestro y muerte, La cordillera). Aquí hay también un rodeo algo difuso por sitios a los que el ciudadano de a pie no tiene acceso, deslizándose ligeras referencias a una que otra figura histórica.
En la búsqueda del protagonista y en el desenlace, parte de la crítica ha visto algo de El corazón de las tinieblas, la novela de Joseph Conrad; asimismo, ciertos elementos (el guitarrista que entretiene a los visitantes a la estancia, la mezcla de idiomas entre hombres de negocios en pleno campo argentino) traen a la memoria a Paula cautiva (1963, Fernando Ayala, basada en un cuento de Beatriz Guido). Pero desde su título intrigante, la división dudosamente necesaria del relato en cinco capítulos y la voluntad de involucrar al espectador en una trama tenebrosa sin generar empatía ni suspenso, Azor –aunque luce esmerada en términos formales– se sumerge en asuntos deseables de ser rescatados por el cine de manera desangelada, como demasiado preocupada en no caer en las fórmulas de un thriller.

Por Fernando G. Varea