Como entrenar a tu dragón

Crítica de Marina Yuszczuk - ¡Esto es un bingo!

¡Como entrenar a tu padre!

El movimiento de cámara por el cual se nos mete en la aldea vikinga donde vive Hipo justo en el momento en que es atacada por dragones y la voz del chico nos explica cómo son las reglas del juego en su pueblo mientras la mirada, que sube y rodea los distintos focos de la acción en espiral, recorre las casas, la organización social, las técnicas de lucha y los distintos tipos de dragones, anticipa mucho de lo mejor de esta película: la diversión y el movimiento. Sólo un par de minutos, fluidos, perfectos, alcanzan para introducirnos en el mundo de Cómo entrenar a tu dragón. Lo que pasa en el transcurso de la película es que, amistad del chico con su dragón-mascota mediante, asistimos a la inversión de las reglas de ese mundo guerrero.

Hipo es vikingo y vive entre vikingos pero a diferencia de ellos es flacucho, débil, pecoso y no le gusta la violencia. Pecado terrible y decepción para todos, más porque Hipo es nada menos que el hijo del jefe vikingo, y como tal, heredero en potencia ya que no en acto de la constitución física y el coraje guerrero que serían el orgullo del padre. Los dragones son el enemigo porque atacan la aldea periódicamente, y el paso a la adultez implica para los chicos vikingos entrenarse en combatirlos. Pero este chico, que un día, por casualidad, apunta al cielo y le pega a un dragón negro pero no lo mata, se encariña con el enemigo. Es, desde el punto de vista de su pueblo, un traidor, pero el significado de esta palabra y el sistema de valores que lo sustenta se irá modificando a medida que la amistad creciente entre el dragón y el chico que lo entrena le permite al chico –y también al dragón, por qué no- intuir que hay otra manera de hacer las cosas sin recurrir a la atávica violencia. El drama entonces será el de Hipo por exponer sus descubrimientos, por revolucionar todas las costumbres que estructuran su mundo vikingo y por poder estar en la misma habitación, sin carraspear nerviosísimos los dos, con su gigante padre.

Cómo entrenar a tu dragón es divertida, con un humor por momentos descarado que se centra en la torpeza del protagonista, con escenas de vuelo conmovedoras sobre un mar hiperrealista y con gestos delicados, como cuando la chica que le gusta a Hipo, subida al dragón, estira las manos para tocar las nubes. Pero también es, sobre el final, un paquete meloso con un moño rimbombante. Todo se cierra y todo cierra bien. Lo verdaderamente original hubiera sido, no que Hipo termine con una parte del cuerpo menos como efectivamente pasa –perdón, lo dije– sino que el conflicto con el padre no se resuelva en una simetría por la cual el vikingo, rotado el sistema de valores y cambiado su concepto de heroísmo, le pida perdón al hijo y le diga, ay, como si fuera la frase más deseable que puede derramarse en los oídos de un niño, “Hijo, estoy orgulloso de vos”. Porque todo cambia y la aldea vikinga termina por parecerse más a una juguetería pero la necesidad del padre por estar orgulloso de su hijo permanece intacta. Mucho más sorprendente era el final de Up en el que el papá no aparecía para la entrega de medallas boy-scout del gordito cuando eso es precisamente lo que el nene había deseado durante toda la película, porque las cosas no siempre terminan bien. También parece ejemplar en comparación el final de Dónde están los monstruos, cuando el chico vuelve a casa después de haberse escapado porque mordió a la madre y de aprender las cosas que dijo Santiago en su reciente crítica, se come una torta frente a la madre que lo mira emocionada, y ninguno de los dos dice una sola palabra. Sabemos, por la mirada increíble de Catherine Keener, que ella lo perdona, que se quieren, que se aceptan, pero no hay, como sí hay en Cómo entrenar a tu dragón, ningún discurso.

Porque en la película de Spike Jonze, y tal vez este dato sea clave para pensar la diferencia entre una y otra historia, nadie puede pegar un salto –ni hablar de levantar vuelo- sin volver a caer pesadamente sobre la tierra, y por eso uno de esos monstruos en los que están mezcladas de modo inseparable la ternura y la violencia puede decirle a Max, en una frase tan simple como melancólica, “It´s hard to be a family”. En la distancia entre esa frase y el “Son, I´m proud of you” que cierra el conflicto de Hipo con su padre en Cómo entrenar a tu dragón se mide el abismo que separa el espíritu de cada una de estas historias. Y para terminar, en serio, ¿de dónde salió esa idea de que los padres deben estar orgullosos de sus hijos? Tengo la intuición que roza la certeza de que el origen de esa idea es puramente económico: “Hijo, invertí tanto tiempo y tanta plata en criarte, más vale que hagas algo que valga la pena con todo eso (es decir, algo que yo decida que vale la pena)”. Pobre del hijo que conteste “Pero papá, a mí lo que me gusta es ser almacenero, me encantaría tener un montón de latas y cajitas de comida prolijamente apiladas en estantes y envolverle huevos a la gente”. Es evidente que a la hora de entrenar, el verdadero desafío no son los dragones sino los padres. Es hora de pegarles un buen reto, como nos hacían cuando éramos chicos, o hasta un grito de guerra, y decirles “¡Basta, padres! ¡A la cucha!”.