C'mon c'mon: Siempre adelante

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

El cine en la mirada de un niño

La película que protagoniza Joaquin Phoenix ofrece una historia de afecto y descubrimientos entre un adulto y un niño solitarios, desde un blanco y negro sublime.

Luego de pensar por qué C’mon C’mon persiste de un modo intenso, pueden ensayarse varias consideraciones, algunas de ellas en los párrafos que siguen. Pero al momento de cifrar dónde estaría ese punto preciso, que conjugue todo, aparece al fin la relación fílmica, la más clara, y por evidente hasta casi esquiva. En su relación entre el niño y el adulto, C’mon C’mon podría ser una remake de The Kid, de Charles Chaplin. Tal vez lo sea. En el film de Chaplin, a partir del vínculo entre el padre y su hijo (nacido de la calle, abandonado y criado por un vagabundo); en C’mon C’mon, entre el tío y su sobrino (un tío que podría ser un padre postizo). Pero hay más: la ternura de las miradas, las sorpresas compartidas y la incomprensión mutua, el afecto que se construye. The Kid y C’mon C’mon coinciden en el miedo de que ese niño –en quien se inscribe la propia vida– pueda dejar de estar, sea porque alguna institución oscura (en The Kid) se arrogue su cuidado, sea porque un descuido lo pierda entre la multitud. La angustia es consustancial a la puesta en escena de estas películas, y no puede ser de otro modo, porque es con ella y por ella cómo puede y debe sentirse tamaña responsabilidad existencial. Ni más ni menos.

Más allá del (sub)título torpe que aquí se le añadió al film (“Siempre Adelante”, parecido a un slogan político de autoayuda), C’mon C’mon expresa un juego de palabras que también es el de un “bla, bla, bla”, al cual apelan en sus diálogos el tío y su sobrino. Los dos comparten varios días a raíz de la situación difícil por la que atraviesa el padre de Jesse, que obliga a la madre a asistirlo en otra de sus recaídas. No importa aquí dar cuenta de cuál es la dolencia, pero sí señalar sobre la delicada telaraña sobre la que a veces se asientan los vínculos, supeditados a cuestiones que hacen que, por ejemplo, la madre deba relegar el cuidado hacia el más pequeño para atender al más “grande”. En su lugar, entonces, aparece Johnny (Joaquin Phoenix), este padre improvisado que asistirá al niño, primero en la casa de éste, luego en la suya propia, en New York. De este modo, la película encuentra la simetría justa, ante lo descolocado y desafiante que significa el asunto para los dos.

Puede, y con razón, señalarse que el punto de vista del film que dirige Mike Mills (Beginners, Mujeres del siglo XX) está en Johnny, pero basta con dejar que la narración fluya para comprender que se trata de una mirada compartida. Mientras desempeña su tarea periodística, Johnny recopila en su grabador preguntas y respuestas a niñas y niños de ciudades diferentes: “¿qué pensás de los adultos?”, “¿cómo ves el futuro?”. Las respuestas aparecen espontáneas, en una niñez que adquiere rostros y voces repartidos, sin impostación. La película se vuelve, por así decir, “documental” en el logro de esos registros, donde Johnny es quien pregunta y graba, mientras la cámara (la de la película, ninguna otra) es el testigo de lo que acontece. En su equilibrio, la construcción narrativa expresa necesidades mutuas, de carácter recíproco entre el niño/los niños y el adulto.

Jesse, como corresponde, tiene momentos explosivos, otros más íntimos; el tío lo mira asombrado cuando recibe preguntas inesperadas (ahora el interpelado, y de modo espejado, dada su profesión, es él). ¿Cómo responder? Al revés de lo supuesto, el que más llama a la madre del niño no es el niño, sino el tío: no sabe cómo proceder ante tanto requerimiento, teme equivocarse, y de hecho, sabe que se equivoca. La preocupación lo asalta y la palabra calma de su hermana lo tranquiliza. Como si el film mostrara, también y muy astuto, la “sorpresa” que depara a ciertos hombres (a veces padres) asumir un cuidado que, las más de las veces, depositan en las mujeres.

A simple vista, puede decirse que C’mon C’mon articula en su relato dos instancias –las entrevistas de Johnny, el cuidado de Jesse–, pero hay más. A través de pequeñas referencias visuales, como evocaciones bellas y dolorosas, aparecen el vínculo de Johnny con su hermana y el fallecimiento todavía reciente de la madre. También la relación de Jesse con su padre, señalada en posibles recuerdos (el término “evocación” sigue siendo más preciso), así como lo sugerido en los diálogos, tendientes a dar pistas sobre la vida solitaria de Johnny.

Todo oficia de manera convergente en los días compartidos entre tío y sobrino. Y lo que es importante, a través de una de las más bellas direcciones fotográficas del cine de los últimos tiempos: el blanco y negro que logra el DF Robbie Ryan (el mismo de Yo, Daniel Blake; La favorita; Historia de un matrimonio) dialoga con la maestría de Gordon Willis en Manhattan, de Woody Allen. Las ciudades norteamericanas son sorprendidas de un modo poético, detenidas en su rapidez lumínica y de movimientos, como si la cámara de cine asumiera las funciones de un retrato. El efecto es encantador, y los escenarios se ofrecen dispuestos a ser desplegados, habitados. Casi como si de un libro troquelado se tratase; y la referencia no es gratuita, ya que entre las páginas/imágenes de C’mon C’mon circulan títulos y extractos de los libros que Johnny consulta.

Un niño al que cuidar en el centro de la historia.
A propósito, ¿qué decir del actor inmenso que es Joaquin Phoenix? Puede citarse una escena, la del baile en las calles de New Orleans, mientras carga con el niño sobre sus hombros. La cámara los acompaña, de pronto su rostro trasluce algo que no está bien; finalmente, el cuerpo falla. Ese momento es sublime, por todo lo que atañe, por lo preocupado que el niño se muestra ante la recaída del tío. Pero a no confundir, no hay planos cerrados ni música premeditada que subraye emociones. Apenas se trata de dar cuenta de una situación cuya resolución bien podría haber sido otra (si el cuerpo del tío también falla, ¿al cuidado de quién quedaría el niño?). Un pudor que la película exhibe en todo momento, como lo suponen el reencuentro de Jesse con su madre o la despedida del niño con el tío: retratados con el mayor de los cuidados, sin estridencias ni efectismo. Hay intimidades inmensas a las que se debe respeto. El buen cine sabe cómo expresarlo.