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Crítica de Paula Vazquez Prieto - La Nación

En una región rural de Bélgica, Léo (Eden Dambrine) y Rémi (Gustav De Waele) comparten las tardes de juegos. En una vieja construcción abandonada esperan en la oscuridad la llegada de un ejército invisible, tan imaginario como el que escribiera Dino Buzzati para el teniente Drogo en El desierto de los tártaros. En esos días todavía soleados corren por el campo lleno de flores, se ríen a carcajadas, imaginan un futuro de camaradería. Para Léo, las visitas a la casa de Rémi son el remanso de una familia sustituta, mientras la suya se dedica a las labores de recolección de flores o a la preparación de las plantas para la próxima temporada. Lukas Dhont delinea esos momentos iniciales como un edén permitido, armonía y calidez, amistad y compañerismo en este film nominado al Oscar como mejor película internacional, rival de Argentina, 1985.

Pero las vacaciones terminan y llega el tiempo escolar: Léo y Rémi comienzan el colegio secundario. La implacable mirada exterior llega con la curiosa y algo impertinente intervención de un grupo de chicas que sugieren que los abrazos y la intimidad de los varones son el signo de algo más, una sexualidad que debe ser nombrada y etiquetada. “¿Son novios?” es la frase que sintetiza esa inquisición. Luego vendrán las cargadas, las miradas burlonas, el intento de Léo de sortear el inminente estigma con la normalización. El mundo social instala una progresiva distancia entre los amigos, necesaria para Leó y devastadora para Rémi. Si lo que los unía era una hermandad fortalecida por el tiempo compartido en el preámbulo de la adolescencia o un deseo sexual todavía inexplorado, no lo sabemos. Ambas posibilidades son válidas: Dhont cree en la potencia del cine justamente por su condición polisémica.

Lo que sí explora con su cámara es el poder revelador de la mirada de Léo, a quien elige como punto de vista y quien ofrece todos los misterios de esa etapa de la vida, desde el intento de ser parte de una comunidad, responder a los mandatos de la masculinidad como el sortear el maltrato y la maledicencia. A veces se roza con la crueldad para preservarse, a veces la culpa es una mochila demasiado pesada para cargar toda la vida. La historia propone giros decisivos, intentos de reconciliaciones, un mundo que ostenta su belleza y también su rostro impiadoso.

Más allá de lo deslumbrante de las actuaciones o el tono justo para un tema a menudo proclive a los excesos, el mérito de Dhont consiste en otorgar una mirada honesta y comprometida para aquellas situaciones que siempre merecen la denuncia social o la misantropía. Sin discursos aleccionadores ni itinerarios programáticos, el cine del belga — quien ya había asomado con una poética poderosa y nada acomodaticia en Girl (2018)- recorre desde lo profundo la mirada hacia el afuera de sus personajes, el intento de sobrevivir sin traicionarse, de desafiar la injusticia, de ser la mejor versión de sí mismos.

La puesta en escena de Close elige una cercanía dolorosa, un uso notable de los primeros planos, un tratamiento inteligente de la elipsis que le evita al relato todo gesto declarativo. Y lo de Eden Dambrine es de otro planeta, una expresión única para aquellas emociones que no requieren palabras.