Cincuenta sombras de Grey

Crítica de Laura Dal Poggetto - Función Agotada

Domesticar al lobo sin dientes (o por qué la película ‘Cincuenta Sombras de Grey’ no es tan terrible como el libro, lo cual tampoco la convierte en un buen film)

En la película En Compañía de Lobos (The Company of Wolves, de Neil Jordan) -cuya historia principal es una reversión de Caperucita en la que una joven virginal se enfrenta a un hombre de experiencia y subvierte los papeles de poder (y contiene la transformación hombre a lobo más erótica del cine)- hay una frase que siempre me gustó y reza que “la lengua más dulce esconde los dientes más afilados”. Éste, definitivamente, no es el caso del Christian Grey de la pantalla grande. Para ello, primero debería de decir algo remotamente interesante a lo largo de toda la película.

El mayor mérito de Cincuenta Sombras de Grey (Fifty Shades of Grey) es ser una película tolerable, y en su primer hora entretenida, a pesar de su materia prima. En esta encarnación cinematográfica, Christian Grey (Jamie Dornan) es un empresario que con sólo 27 años es multimillonario (vía el conglomerado de su familia) y el único tipo de relaciones que mantiene con mujeres son contractuales: ya sean sus secretarias, o las chicas con las que establece una interacción dominante-sumisa, en las que él determina qué tienen que hacer ellas dentro y fuera de su Habitación Roja, su cuarto de juegos sado-masoquistas. Hasta que llega la joven virginal Anastasia Steele (Dakota Johnson) a su vida, por supuesto.

Las principales mejoras implementadas por el guión de Kelly Marcel pasan por este personaje. La Anastasia modelo cine viene con (y sabe usar, al contrario de su contraparte novelesca) celular, computadora y mail. Detalle no menor para una mujer de 21, en el siglo XXI. Y aún más importante, tiene personalidad. Todas sus exclamaciones nedflandereanas de la novela, como “Holy Cow!” o “Holy crap!” mientras Grey la azota o la coge en cuatro, son reemplazadas por frases de mayor calibre intelectual (lo cual no es una proeza en sí, considerando la paupérrima prosa de la versión original) y automordidas de labio. Desechados el monólogo interno y la ridiculísima figura de diosa interior que el libro utiliza como vehículo para expresar las emociones del personaje, Marcel encamina inteligentemente las características de Anastasia hacia la acción física (un requerimiento básico de las traslaciones al cine que muchas veces se pasa por alto). De la inexperiencia inicial atravesada por la torpeza y el titubeo, a la paulatina entrega hacia Grey y los placeres que va descubriendo, hasta la toma de decisión final tras hallar su determinación; todos los cambios pasan por cómo pone el cuerpo, tanto el personaje como el de Johnson en sí. Dakota, quien ya había demostrado su timing cómico en la breve existencia de la sitcom Ben and Kate, demuestra ser la decisión más acertada de casting en la ola de franquicias que componen la mayoría de la oferta cinematográfica. Como ya dije, más que interpretar, pone el cuerpo. Queda clara su predisposición tanto a ser “la chica de al lado” que proponen la directora Sam Taylor-Johnson y Marcel en un principio, la novata que sigue el tour sobre todo lo que nunca quiso saber sobre S & M de la mano de su guía personal, el inexpresivo Mr. Grey, a quedarse completamente expuesta física y emocionalmente ante su inmutable contraparte masculina.

Taylor-Johnson y la guionista Kelly Marcel no son hacedoras de milagros, pero pudieron sortear uno de los aspectos más problemáticos del personaje titular: que era explícitamente abusivo, más allá de autodefinirse como un dominante (en la práctica de Bondage, Dominación y Sado Masoquismo, quien toma el rol activo de control en las actividades) en la novela de E. L. James en la que se basa la película. Para ello, abandonaron varios momentos del libro: su ruptura de la principal regla del BDSM al no respetar las palabras seguras (dichas por el/la dominado cuando quiere parar), cuando directamente trata de estúpida a su pareja, cómo la aísla de las otras relaciones de su vida, y que hasta le diga que no importa a dónde se escape, él la va a encontrar y traérsela de nuevo, porque es suya. Aún así, mantienen la fórmula de Grey como un modelo de héroe romántico, solo en su torre (en este caso, su oficina y su departamento), cuya distancia emocional se justifica con traumas de la infancia, el equivalente contemporáneo del “ser atormentado” byroniano que debe ser “curado” por la heroína.

Sin embargo, no consiguen resolver el otro gran problema inherente a la figura de Christian Grey: es un personaje inmensamente aburrido. Su atractivo pasaría así por su físico, su determinación para conseguir lo que quiere, y todos sus juguetes, dentro y fuera de la habitación roja. No ayuda que Jamie Dornan lo interprete como un muñeco Ken asesino serial (nadie le avisó que se salga de su personaje psicópata de la serie The Fall, igualmente ritualista) que sonríe de forma más aterradora que la peor representación de un pedófilo y tiene los ojos más muertos que el tiburón de Jaws, pero que alegremente se saca la camisa y repite una y otra vez variaciones de sus frases favoritas: “Sos mía, mía y sólo mía” y “Yo no puedo tener una relación normal”, momentos en que sale a relucir el Grey versión libro. Dornan pareciera más concentrado en sobresalir en las técnicas físicas de un dominante que en generar un mínimo de empatía hacia su (anti)héroe, ya sea con su coestrella como con el público.

Esta tarea recae en Johnson, como así el humor inicial que plantea el film. El otro gran acierto de esta traslación es la autoconciencia frente a un producto que originalmente se toma demasiado en serio a sí mismo. Así, mientras Dornan recita sus líneas de estoy-tan-traumado-que-no-puedo-dejar-que-nadie-me-toque-y-tengo-que-controlar-todo-en-mi-vida-incluyendo-a-mi-pareja, Johnson puede darse el gusto de la mirada incrédula de quien es en principio sólo una observadora participante. Y Taylor-Johnson y Marcel pueden, a su vez, darse el gusto de armar la escena de la negociación del contrato entre Anastasia y Grey que incluya el debate de fisting y plugs anales en una película mainstream, mientras Johnson mantiene el completo control del diálogo cómico con un par de arqueos de cejas y la cadencia calculadamente natural de sus palabras.

Lamentablemente, a medida que el personaje de Anastasia se involucra en el mundo de Grey, la guionista y la directora buscan involucrarnos a nosotros también mediante el contagio de la seriedad mal entendida de su Christian hacia el resto del film, tiñéndolo de solemnidad cuando quieren dejar en claro que lo que están haciendo es un ROMANCE con mayúsculas incluidas.

Ante la poca química entre las estrellas de un film, queda siempre el recurso de meter paisajes grandilocuentes, el cual la directora exprimió seguramente pensando en cada una de las entradas que iban a venderse. Por ende, la relación entre Anastasia y Christian ocurre principalmente en las alturas: su oficina y su departamento con vista a todo Seattle, su helicóptero privado sobrevolando la ciudad de noche, un ultraliviano con el que dan piruetas sobre el horizonte de Georgia. En cambio, las interacciones con amigos y familia transcurren mayoritariamente a nivel de la tierra. El romance pasa entonces por él llevándola de paseo por las alturas y por “rescatarla” de ciertas situaciones en las que ella no necesita ayuda.

El mayor mérito de Cincuenta Sombras de Grey es ser una película tolerable, y en su primer hora entretenida, a pesar de su materia prima.
El sexo en sí es, como muchos anticiparon, BDSM light. Al mismo tiempo que acertadamente desplazan el miedo que Anastasia siente hacia él en el libro por (un más sano) miedo a probar algo nuevo, hacen hincapié en la predisposición de ella a superarlo y ceder nominalmente el control (y la de Dakota a pasarse el 40% de la película completamente desnuda). Taylor-Johnson maneja apropiadamente los tiempos de los primeros encuentros, fragmentando los cuerpos cada vez más desnudos de sus protagonistas en planos cerrados para crear la anticipación de cuando se encuentran ya unidos en un plano más abierto. Una vez que se adentran en la habitación roja y las prácticas S &M, la urgencia deja paso a una predominancia de la técnica a la que no logra infundirle goce, como lo hacían La Secretaria de Steven Shainberg y Erin Cressida Wilson o los pinku eiga de Satoru Kobayashi. Así, el in crescendo que la directora logra crear junto a las editoras Anne V. Coates y Lisa Gunning en las primeras escenas sexuales, escatimando el campo visual pleno y simulando la exploración de partes específicas del cuerpo de Johnson, construyendo una expectativa por la embestida de Grey (con su pene nunca visible), es reemplazado por un catálogo de posiciones que podemos encontrar en cualquier revista Cosmopolitan de los últimos veinte años.

El objetivo de trasladar Cincuenta Sombras de Grey a una película es claro: hacer plata. Sin embargo, pese a estar imbuida en una producción de estudio de gran presupuesto, grandes expectativas de recaudación, y grandes restricciones por parte de la autora del libro y de la industria cinematográfica como comercio en sí, Taylor-Johnson tenía la oportunidad de hacer algo más. Sin embargo, con Marcel mantuvieron el modelo -que engloba desde La Bella y la Bestia a Mujer Bonita- del mal entendido romance entre el héroe torturado y tortuoso y la heroína que lo puede salvar subvirtiendo las reglas del contrato inicial (pero hasta ahí nomás, sin sacudir completamente los roles de género). Aunque encontraron en Dakota Johnson el vehículo perfecto para infundir un poco de autoconciencia sobre la misma estructura viciada que reproducen, la suficiente para apaciguar las mentes progresivas y culposas por pagar la entrada para ir a ver “ésa película”.

La suficiente, también, para que Anastasia domestique a su lobo, al que la directora y la guionista le limaron los dientes, pero al que no le pudieron poner sabor a su lengua.