Cinco minutos de gloria

Crítica de Ezequiel Boetti - EscribiendoCine

Sunday, bloody sunday

Basada parcialmente en hechos reales, Cinco Minutos de Gloria (inexacta traducción de Five Minutes of Heaven, 2009), explora las secuelas de un conflicto religioso ocurrido hace más de treinta años. En su segunda incursión fuera de su Alemania natal, el director Oliver Hirschbiegel se recupera del fracaso de Los invasores y trabaja a la perfección los tiempos cinematográficos apoyado en los enormes labores de Liam Neeson y James Nesbitt.

Es el año 1975 en una grisácea Belfast. Hace siete años que Irlanda de Norte está sumida en un conflicto religioso que polariza ideologías. Alistair Little (Neeson) tiene 17 años y forma parte de los férreos protestantes que conforman el grupo de los Voluntarios de Ulster. Joe Griffin (Nesbitt) apenas pasa la decena cuando patea inofensivo una pelota sobre la pared de su casa cuando el comando paramilitar llega para asesinar a su hermano, un republicano católico. Más de treinta años después, el director de la Caída imagina un encuentro entre ambos en un programa de televisión.

Lo primero que llama la atención de Cinco Minutos de Gloria es la mutación lingüística del título original. La significación entre un periodo de tiempo paladeando la gloria u orillando en el cielo es nimia, no así las connotaciones. Los atentados, las batallas callejeras, la persecución de practicantes religiosos y los 3.700 muertos están motorizados por la búsqueda supraterrenal de la perfección, ese lugar que se presume pacífico que para los católicos es el cielo. La inclusión de la menos espiritual y más materialista gloria transmuta gran parte de las motivaciones de los personajes: la gloria se mide; el Cielo y la paz interior, no.

Por eso Cinco Minutos de Gloria funciona como reverso espiritual de la avasallante y política Domingo sangriento (Bloody Sunday, 2002), editada aquí en DVD. Hermanadas por las imágenes sucias y granuladas símil 16 mm, además de la presencia de Nesbitt, ambos films no son contrarios sino complementarios: si la cámara inquieta y sudorosa de Paul Greengrass hurgaba en el carácter eminentemente fáctico de la estrategia y el planeamiento de la masacre de Derry en 1972 como símbolo de décadas de sangre y violencia, Hirschbiegel toma a dos personajes involucrados como referencia a sus consecuencias. Lo que allí era urgencia, aquí es reposo; los gritos están ahora en la cabeza –literalmente- de los protagonistas; el olor a muerte descansa en cada uno de quienes la vieron de cerca.

Gran parte de ese mérito radica en las enormes actuaciones de los irlandeses Neeson, quien dejó la capital tres décadas atrás, y Nesbitt. Hay un carácter eminentemente implosivo en el primero. Alistair ha adquirido un estadio mental donde la certeza de su mala actuación no le provoca arrepentimiento. Sí se lo nota apesadumbrado, herido, parco. Los años de reflexión encontraron la génesis de su acción en el entorno familiar y social. Camina erguido, mira, vacila, se acuesta, se levanta para volverse a acostar. Para él, la procesión va por dentro. Griffin es lo contrario. Efusivo, frontal, de movimientos eléctricos, portador de nervios ya intrínsecos a su personalidad, el hermano de la víctima habla hasta por los codos. Su lengua descansa solo cuando su mente elucubra la venganza perfecta. Fuma, tiembla, se rasca, suspira y transpira a borbotones. Sabe, o cree saber, que matándolo tendrá sus cinco minutos en el cielo.

Hay un aspecto paradójico entre los dos personajes: Quien ha logrado la satisfacción monetaria lucrando en charlas (¿buscando la gloria?) con su pasado violento está lejos de alcanzar la felicidad. No sabemos si está casado, soltero, si tiene hijos, sobrinos. Sí que su casa es el reflejo de su frialdad, la soledad apersonada en el vacío del departamento. El otro, con los sentimientos a flor de piel, apuntala el dolor y la culpa en la calidez de su mujer e hija. Sabrá que la gloria es imposible, y que el cielo está ahí, bajo su mismo techo.