Chuva e cantoria na aldeia dos mortos

Crítica de Juan Pablo Cinelli - Página 12

Entre la fantasía y la realidad

Premiada en el Festival de Cannes 2018, la película de João Salaviza y Renée Nader Messora tiene un aire de familia con el cine del tailandés Apichatpong Weerasethakul.

Premiada en el Festival de Cannes 2018, donde formó parte de la competencia Un Certain Regard, la luso-brasileña Chuva é cantoria na aldeia dos mortos es una película que parece surgir de las diferentes tensiones que se dan entre distintos pares que a priori parecen opuestos. En primer lugar este film dirigido a cuatro manos por la carioca Renée Nader Messora y el portugués João Salaviza elige como territorio narrativo la frontera entre la fantasía y la realidad. Lo que en términos cinematográficos equivale a decir que se trata de una película que en apariencia fluye a dos aguas entre ficción y documental. Porque aunque es posible afirmar que el relato que aquí se pone en escena responde a un guion “artístico” y por lo tanto sus personajes son construcciones que interpretan un grupo de actores, la película también contiene una serie de elementos que la emparientan con lo documental.

Chuva é cantoria... tiene como protagonista a Ihjãc, un adolescente miembro de los Krahô, pueblo indígena que habita el macizo central del Brasil.La película comienza con una secuencia nocturna en la que él camina por la selva, a la que una poderosa luz de luna pinta de color azul plata. El joven avanza como en un sueño, mirando como si todo lo familiar se hubiera vuelto extraño, y así llega hasta la orilla de un río al pie de una cascada. Aunque todo lo que se muestra a lo largo de la escena tiene un efecto cautivante, el secreto hipnótico se encuentra en la alfombra sonora que acompaña a las imágenes: el sonido de la selva, un coro en el que se combinan lo animal, lo vegetal y lo mineral. Es el sonido de una creación en la que no existe el silencio.

Sentado en la rivera Ihjãc comienza un extraño diálogo con su padre muerto. La voz del difunto le pide que no olvide las fiestas funerarias para que su alma pueda dejar de vagar en el frío nocturno y partir hacia su nueva aldea, la aldea de los muertos. Luego le pide al chico que entre al agua y lo tienta ofreciéndole un pez, pero cuando este se niega la voz del padre desaparece. Entonces Ihjãc arroja un leño al río y ahí, sobre el agua, comienza a arder un fuego inexplicable mientras la selva enmudece por única vez en la película.

Ese comienzo, que tiene un aire de familia con el cine del tailandés Apichatpong Weerasethakul (en especial con El hombre que podía recordar sus vidas pasadas, 2010), marca otro de los dípticos que sostienen al film: la dualidad humana entre la certeza de lo físico y la esperanza (en el mejor de los casos) de una realidad espiritual, la continuidad de la existencia más allá de los límites de la materia. La aldea de los muertos. Tan fuerte es la dualidad, que durante el resto del relato la vida de Ihjãc se verá trastornada por esas presencias espirituales que le exigen un cambio para el que no se siente listo. Sobrepasado, el chico enferma y desconfiando de las palabras del viejo de la aldea, quien le dice que se trata de los espíritus que lo han elegido para convertirse en chamán, decide viajar a la ciudad para consultar a un médico.

Ese contacto con la realidad tal como se la entiende en Occidente, expone otras cuestiones en torno de lo social. Sin subrayarlo, utilizando el recurso sencillo de poner a Ihjãc en la ciudad, de sacarlo de su idioma nativo para empujarlo al portugués, la película muestra el lugar marginal que las culturas originales siguen ocupando en el gran mapa cultural de América. La escena en la que la médica se niega a reconocer el nombre de Ihjãc, obligándolo a utilizar su nombre portugués (Henrique), pone en primer plano mecanismos sociales que parecen más propios de los tiempos coloniales que del siglo XXI.

Interpretada por miembros del pueblo Krahô que en la película tienen los mismos nombres que en la vida (sin que ello signifique que se interpretan a sí mismos), Chuva é cantoria… también puede ser vista como un sueño. Uno en el que la vigilia de nuestra realidad urbana es apenas una nota al pie, casi una pesadilla, y en el que lo ineludiblemente real y concreto sigue siendo esa convivencia con mundos que están más allá de este. Y la presencia ineludible de una creación omnipresente que se niega a hacer silencio.