Chico ventana también quisiera tener un submarino

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

El chico ventana y la puerta prohibida

La ópera prima de Alex Piperno propone un relato de sombras y figuras elusivas, y se estrena ahora en Cine.ar tras su paso por festivales y la Berlinale.

En principio, el título de una película siempre invita. Chico ventana también quisiera tener un submarino. ¿Qué es lo que esconde esta suerte de galimatías? ¿Un juego de palabras? Un chico, una ventana, una manera de caracterizar al personaje. También está el submarino, o el deseo de tener uno. Tal vez para mirar el mar por sus ventanillas, a la manera del Capitán Nemo. Entre varias consideraciones, la película de Alex Piperno propone una deriva entre espacios diferentes y encontrados, a través de lugares de tránsito que están apenas escondidos.

De esta manera, la ópera prima del realizador uruguayo plantea tres lugares que son tres caras de la misma historia. Uno de ellos en las afueras de un pueblito de Filipinas. Otro, en el departamento montevideano de una mujer. El tercero en un crucero. Y Chico Ventana que va y viene entre éste y la intimidad de la chica. ¿Y en Filipinas?: la aparición de una caseta fantasma, que contrasta con el verde de la vegetación y altera la paciencia de quienes la descubren. ¿Qué misterio guarda dentro?

El director Alex Piperno.
Algo comunica estas tres instancias, y para llegar al vínculo, habrá que acompañar las peripecias de este chico ventana que es también un chico sombra. Así como el sonámbulo del doctor Caligari, Chico Ventana repta las paredes. No se trata, a diferencia de aquel film emblema, de una amenaza, sino de una mirada sensible (en verdad, el sonámbulo caligariano también estaba hecho de mirada sensible y sufriente). Que teme ser descubierta. Un alma solitaria, a fin de cuentas, que vaga entre el mundo del crucero lujoso –como una sombra- al que limpia diariamente, y la atención que le suscita esta chica que vive sola, en un espacio distante pero a solo un abrir de puertas. ¿Cuándo y de qué manera los dos se encuentran? Cuando finalmente acepten, ambos, el carácter fantástico del mundo que habitan. Cuando ella entienda, puede suponerse, que las sombras tienen vida propia. Porque, ¿qué otra cuestión encierra este ida y vuelta entre el barco y su casa, si no es la de un anverso y reverso?

El pasaje entre los dos mundos posee una evidente esencia carrolliana; por esto, habrá que pensar en la figura de la ventana como en la de un espejo, como un umbral que divide a la vez que reúne a las dos partes recíprocas. Las dos se requieren, se constituyen de manera mutua. Ahora bien, ¿qué es lo que conecta a los dos lugares, tan distintos? No hace falta buscar demasiado lejos la explicación, descansa en el descubrimiento mutuo de los amantes.

Si la ventana es como un espejo, entonces el chico es –cuando lo cruza– un reflejo. El desdoblamiento opera en él cuando la conoce a ella. Cuando ella haga lo propio con él, podrá entonces darse el camino inverso y el conocimiento del mundo que habita él y ella atisba, silenciosa. Cuando lo hace, camina descalza sobre suelo frío, a veces de alfombra. Nadie le presta atención, a excepción de que se salga de lugar, de que quiera estar con quienes no le corresponde. El crucero, en este sentido, aparece como un micromundo de castas, de manera similar a un barco de cariz felliniano. Toda una coreografía de movimientos traza el comportamiento de quienes viven gustosos el lujo de sus vacaciones. Las ventanas del crucero permiten admirar el paisaje patagónico, deslumbrante, que la voz del altoparlante indica imperiosa. Los turistas, esa clase variopinta y sin embargo tan fácil de distinguir, acá aparecen amasados por una misma ronda de tragos, piscina y bailes. Diligentes en la obediencia.

Pero también el crucero opera a la manera de un barco fantasma, varado en un recorrido que bien podría ser el de una espiral. Un barco cercano tanto al de The Ghost Ship de Mark Robson, de 1943 (parte de ese mundo de sombras inigualable que orquestara el productor Val Lewton para la RKO), como al de Pandora y el holandés errante (1951), de Albert Lewin. Un navegar cansino, que entre su esplendor de turistas dolarizados guarda en sus entrañas el malestar de un chico enamorado; vale decir, la sensibilidad de alguien que mira por la ventana porque lo desea, y no porque una voz de mando lo solicita.

El ir y venir entre ellos, el descubrimiento mutuo, tiene otra arista, tal vez su vértice, en la caseta quizás embrujada que aparece a los ojos de los lugareños filipinos. Rituales y sacrificios se suceden con la esperanza puesta en que los espíritus se apacigüen y se marchen en paz. Una pequeña ventanita –quien mira por una ventana no es únicamente el chico– parece que deja entrever algo. Pero quien lo hace soñará pesadillas del futuro. La puerta es de madera, no parece difícil de violentar. ¿Pero qué encontrar? No abras nunca esa puerta es el título de una de las mejores películas del cine argentino. Desde luego, aquel título invitaba a lo contrario. De manera tan inevitable como allí, lo mismo sabrá suceder aquí.