Chéri

Crítica de Ricardo Ottone - Subjetiva

Hay que casar al nene

Stephen Frears es un observador agudo y un critico punzante de las costumbres, las concepciones, las instituciones y las hipocresías de la sociedad, y se ha servido con frecuencia de adaptaciones de grandes escritores (desde Hanif Kureishi a Choderlos de Laclos, pasando por Jim Thompson o Nick Hornby) para tales fines. Cheri es la adaptación de una novela de Colette, seudónimo obligatorio de Sidonie Gabrielle Colette, que escandalizó la Francia de principios del siglo XX con títulos sugestivos como “La ingenua libertina”, con su apuesta por la sensualidad y la libertad individual, y con la disección de las convenciones sociales de su época.

Cheri (Ruper Friend) es el apodo de un joven mundano de la Belle Epoque que ya a sus 19 años visito bares y burdeles como para una vida y cuya madre, Madame Peloux (Kathy Bates) es una cortesana retirada. Ese apodo cariñosos se lo dió Lea (Michelle Pfeiffer), amiga de su madre y colega de profesión, que lo conoció de pequeño y lo trato como un sobrino. Claro que cuando el nene creció la tía postiza paso a interés amoroso y compañera de alcoba. A pesar de considerarse solo amantes, con el tiempo se enamoran de verdad, amor que, al tomarse ambos por cínicos y superados, no reconocen del todo. Esa relación es tolerada por Madame Peloux en tanto (ella lo ve así) se mantiene como algo superficial ya que tiene otros planes para su hijo. Es así como arregla para él un matrimonio conveniente para dejarlo en una posición social más relevante. Planteado el arreglo, el joven no se atreve a contradecir a su madre y Lea también considera que lo mejor es dar un paso al costado. Pero si efectivamente tomaran esa decisión y aceptaran el plan de la madre, sería, aunque no quieran reconocer que su amor es verdadero e inevitable, a costa de la felicidad de ambos.

La triste realidad que este estado de situación revela es que nadie le escapa a la (doble) moral que impone la sociedad, ni siquiera aquellos que se mueven en sus márgenes y -se supone- deberían haber superado esas convenciones. Así, Madame Peloux, una ex-cortesana que solo se diferencia de una prostituta en el poder adquisitivo y el rango social de sus clientes a quienes prefiere llamar amantes, se guía por las mismas normas de una sociedad que la tolera pero no la considera un miembro respetable. Con el mandato de que hay que casar (y colocar) al nene responde a los mismos ideales de pertenencia, y al pretender acabar con la relación de su hijo con una cortesana igual que ella demuestra los mismos prejuicios. La cobardía de Cheri o la resignación de Lea, la aceptación de ambos, no van sino en el mismo sentido. La pregunta es ¿deberían ser distintos? De hecho los films de Frears son frecuentemente protagonizados por personajes en los bordes de la sociedad que declaran despreciar sus reglas (los libertinos de Relaciones Peligrosas, los estafadores de The Grifters) pero no por ello están menos condicionados.

Hay precisamente alguna referencia a Relaciones Peligrosas en un gran plano de Michelle Pfeiffer que es cita concreta a un plano de Glenn Close y que transmite una muy similar frustración y amargura. No obstante hay un tono ligero, con mucha apelación al humor, acompañado por un relato en off (cuya voz es la del propio Frears, aunque no ese acreditado). Un tono que se lleva bien con la frivolidad de los personajes y que hace más contundentes los momentos más crudos, donde las relaciones dejan de ser un juego y la mascara protectora de la superficialidad se descascara.

Sea en la Inglaterra de Thatcher o de Blair, en la Francia del siglo XVIII o de la Belle Epoque (todos momentos que el realizador visitó con sus películas), la condición humana no parece cambiar demasiado. Hipocresía, arribismo, codicia, crueldad, traición, impostura, están entre los temas favoritos de Frears. No se puede decir que le falte material.