César debe morir

Crítica de Jorge Luis Fernández - Revista Veintitrés

Entre muros

Tras las entusiastas crónicas que celebraron la obtención del Oso de Oro en la Berlinale, el último film de los hermanos Taviani llega con justificada pompa a las salas del país. César debe morir es una de esas obras en apariencia simples, pero de múltiples lecturas, y aporta una saludable cuota de originalidad a la alicaída cartelera porteña. La película narra la adaptación del drama shakesperiano Julio César, a cargo de una compañía teatral integrada por presos de una cárcel de máxima seguridad. Con riguroso blanco y negro, Paolo y Vittorio Taviani documentan el casting de actores, cuyas pruebas se encuadran como una ficha carcelaria (dato curioso: el primer examinado es un argentino) mientras, a la inversa, el retorno a las celdas parodia un ingreso a los camarines. Luego, las cámaras se inmiscuyen sin pudor durante los ensayos, registran las cargadas de otros presos, de los guardias (para quienes los actores convictos son, desde luego, una anomalía). César es asesinado en el patio de la cárcel y sigue un grand finale a todo color en el teatro de la penitenciaría. Y sí, la entrega de los reclusos (dos de ellos, sentenciados de por vida) emociona; la revuelta provocada por Bruto es un motín, a la vez que una simbólica resistencia al cesarismo, y la impronta marxista de los Taviani queda más que implícita. Pero sobre todo, lo trascendente es esa delgada línea entre ficción y realidad, la sospecha de que todo es una pantomima, con ecos a hitos del cine (desde Marat/Sade y 12 hombres en pugna hasta fragmentos de Monty Python). Con más de cincuenta años de oficio, lejos de repetir viejas fórmulas, los autores de Padre padrone siguen apostando a un cine innovador y abierto al debate.