César debe morir

Crítica de Aníbal Perotti - Cinemarama

Lazos de sangre

Los hermanos Taviani convocan a los fantasmas de Shakespeare en medio de una cárcel de alta seguridad. Los condenados interpretan el papel de su (propia) vida. Un singular grupo de actores amateur representa Julio César: una tragedia alimentada por las pesadillas del dramaturgo británico, paradójicamente cercana a las vidas de los presos. Los directores sostienen un delicado equilibrio entre la ficción teatral, los ensayos y los registros documentales, eludiendo las continuidades narrativas y cronológicas. La historia mítica de la Antigua Roma cruza el presente perpetuo de la cárcel. Las luchas fratricidas y las guerras de clanes se entrelazan en el tiempo y el espacio con la vida real de los actores en prisión.

La muerte de Brutus, apenas comenzada la película, es de una verosimilitud conmovedora. Pero el dispositivo se revela una vez que se baja el telón: los actores dejan la escena para volver a sus celdas mientras el público sale bajo la mirada atenta de los vigilantes. La película deriva entonces hacia un blanco y negro contrastado, que funciona más como una pertinente elección estética para representar la abstracción del espacio carcelario que como un subterfugio narrativo para ubicar la acción en el pasado. La puesta en escena integra con destreza el decorado de la prisión como el marco grandioso de la Roma Imperial. Los ensayos encuentran ecos terribles en las vidas caóticas de los actores. Los ladrillos de las paredes están llenos de conspiraciones, los asesinatos se preparan a la sombra de los tristes calabozos, las rejas y los barrotes ocultan las miradas de los testigos.

Los hermanos Taviani retoman los mejores momentos de su filmografía. Los condenados de Rebibbia prolongan el grito de Giulio, el preso anarquista de San Miguel tenía un gallo que hace más de cuarenta años reivindicaba el derecho a la palabra en el aislamiento de su celda. Como el pequeño pastor sardo de Padre Padrone, los personajes de César debe morir utilizan el dialecto: la palabra es el lugar de la identidad. Las escenas se actúan para un espectador invisible materializado por la presencia de la cámara o de observadores inesperados. Son momentos en los que la ficción se impone a la realidad, como en la notable secuencia del asesinato de César que los supervisores observan fascinados, demorando el silbato del fin del recreo hasta conocer el desenlace de la historia. La extraña alquimia de este pequeño mundo enfrentado a una realidad múltiple se abrevia en las palabras del preso que interpreta a Casius: “Desde que descubrí el arte, mi celda se convirtió en una prisión”.