Casa Coraggio

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Funebrero de profesión

Al cine argentino independiente le encanta los relatos existenciales que se mueven en espiral, con un personaje que deambula perdido entre los detalles de un contexto que no logra comprender ni mucho menos estabilizar del todo (suponiendo que ese sea el inefable “sentido de la vida”, el alcanzar una especie de autoconocimiento que viabilice la paz), en una jugada que por supuesto trata de obviar la dinámica de la narración clásica en pos del apuntalamiento de lo que podríamos definir como una andanada de retazos más o menos coherentes de un entorno general mucho más vasto e inaprehensible. La fórmula, a su vez influenciada por el cine europeo de las décadas del 60 y 70 y la Nouvelle Vague en particular, suele habilitar un armazón que va desde lo ficcional estático hasta el docudrama tradicional, ese que se sirve de los recursos del registro directo para señalar su autenticidad.

La película que nos ocupa, Casa Coraggio (2017), es un ejemplo paradigmático de este último grupo, el que se siente cómodo coqueando al mismo tiempo con la fábula y la realidad, confundiéndolas para generar el típico extrañamiento de algunos productos del cine arty destinados a difuminar fronteras y estilos: como si se tratase de una versión argenta de Six Feet Under, aquella recordada serie de HBO sobre las minucias del “negocio de la muerte” a través del devenir de una familia que administraba una funeraria, el film en cuestión también se centra en un clan del rubro mortuorio pero con la diferencia de que aquí se hace foco en un único miembro, Sofía, una treintañera que es interpretada por Sofía Urosevich, quien efectivamente forma parte de una familia vinculada a los féretros en la ciudad de Los Toldos, en el norte de la Provincia de Buenos Aires, desde hace ya 120 años.

Como era de esperar considerando las decisiones formales del director y guionista Baltazar Tokman, todo un especialista en documentales, la propuesta esquiva la opción de entregar una trama en el sentido habitual y opta en cambio por un conjunto de viñetas alrededor de la parentela y las amistades de Sofía, una chica que se debate entre trazar su propio camino o continuar con la actividad familiar, en especial teniendo en cuenta que su padre, el mandamás de la funeraria/ casa de sepelios, está atravesando problemas de salud y debe someterse a una cirugía coronaria. El realizador le saca partido a un elenco compuesto casi exclusivamente por individuos varios que hacen de sí mismos a lo largo de extensas conversaciones en torno al pasado hogareño en común, los recuerdos que persisten, las disyuntivas actuales y las sorpresas que cada tanto -o a veces muy seguido- plantea la vida.

Quizás se podría decir que Tokman abusa del naturalismo en algunas escenas y nos expone a una colección de charlas bastante superfluas (aunque muchas de ellas derivan en instantes cargados de una interesante autenticidad) y en otras secuencias no termina de aprovechar del todo los chispazos de poesía etérea que ofrecen los recodos por los que transita la protagonista (la música de Alejo Vintrob suma mucho a la película ya que colabora en el “rescate emotivo” de los baches), no obstante la experiencia arroja un saldo positivo porque evita la impostación de buena parte del indie vernáculo y en su levedad mundana encuentra más verdad que la que hallan otras obras semejantes que pasan sin pena ni gloria por la cartelera de nuestro país. El derrotero de Sofía funciona como un pantallazo tan atractivo como caótico por una profesión que recorre a diario los límites entre la vida y la muerte…