Cartas a Julieta

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

Se trata de “hacer lo que dicta el corazón”. No sé cuántas veces debimos tropezar con eso ya, cuántas cosas horribles se hicieron en su nombre. Y no hablemos solo de películas. Bueno, la fórmula tiene ganado un lugar en la historia de la cursilería, pero es cierto también que a partir de consignas todavía menos decorosas se han conseguido películas bastante pasables. Sophie, la protagonista de Cartas a Julieta, quiere escribir. Pero también quiere a su novio. En realidad no sabe bien qué cosa quiere más, y en ese trance acepta laburitos que mucho no la convencen pero se deja estar, total le va bien sentimentalmente. La cosa es que ella y su novio viajan a Italia, se supone que de vacaciones, aprovechando que él tiene que ver a los proveedores del restaurante que está por abrir en Nueva York. Enseguida la chica se da cuenta de que algo no anda en su relación de pareja. Mientras que ella quiere pasear y que le hagan arrumacos, el tipo está loco por los aceites, el formaggio y las especias. A Sophie le pasa un poco como al personaje de Scarlett en la película de Sofia, que estaba de acá para allá, en Tokio y sus alrededores, como perdida, mientras el salame de su marido se la pasaba sacándoles fotos a estrellitas de rock, y entonces ella se ponía a mirar el lugar, sus cosas, las actividades que la gente hacía para que sus vidas y las de los demás fuesen más llevaderas. Y claro, se emocionaba, porque era sensible, no como el otro, que vivía de turista.

Sophie también se emociona cuando descubre algo extraordinario que ocurre en Verona: no solo que las chicas le dejan cartas en un muro a la Julieta de Shakeapeare (como las preadolescentes que le escriben a Hanna Montana, algo así) sino que, encima, hay un grupo de mujeres que se encarga de retirar esas cartas y contestarlas puntillosamente. En un largo plano, Sophie sigue a una de esas mujeres sin que ella se dé cuenta y, como estamos en Italia, la cámara no se priva de mostrarnos como quien no quiere la cosa un proverbial culo mediterráneo: es una pincelada de color, como cuando Hitchcock quería establecer de una vez un ambiente y mostraba un detalle típico. Sigamos. De inmediato Sophie hace buenas migas con las falsas Julietas y, ya que está, y como quiere ser escritora, aprovecha. Porque escribir puede ser esto, también: ponerse en la piel del otro (escribir para perder nuestro rostro, dijo una vez Foucault). Contesta una carta, entonces, la de una inglesa que cincuenta años atrás le pidió consejo amoroso a la niña más nombrada de los Capuleto. Y a los pocos días se encuentra con una mujer mayor, inglesa y viuda, acompañada por su nieto Charlie, que viene a agradecerle. Pero como Sophie se toma el asunto en serio, la convence a su vez de que vale la pena buscar a aquel que hace medio siglo fue el motivo de sus desvelos. Y ahí van los tres, entonces, en busca de un amor que no fue pero que tal vez pueda ser. Porque si el corazón lo dijo por algo será. Sophie y Charlie, de paso, empiezan llevándose mal, por lo que, si la comedia romántica no falla, quizá (con perdón de la expresión), acaben bien. Total, el paparulo del novio de Sophie anda probando vinos en algún lado y tiene para rato.

Amanda Seyfried, la actriz que hace de Sophie, nos decía poco. La veíamos de reojo en el afiche y no prometía nada bueno. De ningún modo parecía un buen augurio esa cara de wasp aguachenta, quizá criada en Birmingham, Alabama (podría ser), que nos espiaba desde el cartel. Pero eran prejuicios: la verdad es que nos ganó con esos ojos levemente enrojecidos, siempre a un tris del llanto. O con el modesto arte de sus sonrisitas tristonas; o de esas sombras que le cruzan de a ratos la cara, cuando el director la deja sola en el plano, y algo que se ve que no acierta a nombrar pero que se conoce como decepción la acecha como el fantasma de alguien que se quedó con cuentas pendientes grosas antes de morir. La película es en gran parte ella, entonces, más la cara apergaminada de Vanessa Redgrave, que ya no es una radical de izquierda como en los sesentas sino una señora respetable. Y no hay que olvidar al pibe inglés, que los ingleses en las comedias románticas siempre ganan con el acento y porque van mejor empilchados que los americanos. Y esas canciones de algo que a falta de un nombre mejor tenemos que llamar pop italiano. La verdad es que están buenísimas esas canciones (nunca pensé que diría esto de que el pop italiano también puede ser bueno, pero tampoco esperaba que me gustara Cartas a Julieta) que van puntuando el relato y acompañan a los protagonistas, y a nosotros con ellos: ese trío heroico medio descangayado, esos tres de un par perfecto que van hacia la aventura armados con un sentimiento que es todo ambigüedad: ¿hacia dónde vamos? ¿De dónde venimos? Preguntas pesadas para una comedia liviana. Y las canciones, que se oyen cuando ese autito va rápido por la campiña italiana, ésa en donde casi todo el mundo habla un inglés más que respetable (están como para que les den el First Certificate, digamos) y refuerzan la vibración que está flotando en el aire. El truco es viejo pero hay que saber usarlo. Y en la película saben. Es que hay una emoción genuina en esos momentos, como en todos los que importan: sensación de algo inesperado que linda con la aventura, con la gracia, con el amor, con la secreta convicción de lo irrepetible (porque el amor tal vez no vuelva). Y además hay cine acá, de vez en cuando: como en la escena del cementerio, en la que Charlie le achaca a Sophie haberla embarcado a su abuela en una insensatez semejante, y la chica, que también tuvo una vida difícil, sale angustiada de cuadro y enseguida el plano se abre y muestra a la abuela y al nieto junto a una tumba y a Sophie mucho más lejos, de espaldas a ellos, recostada en un muro: todos unidos en un dolor que es intransferible pero a la vez común. Pero hay que seguir porque, por ahora, se tienen solo a sí mismos. Sorprendentemente, Cartas a Julieta trabaja con un material conocido de sobra pero se las arregla para no producir ni una sola nota falsa, ni un mínimo desliz. Su amabilidad constante y su sobriedad tallan a cada rato imágenes convencionales y nos hacen creer que son únicas. Cartas a Julieta es una rareza, un tipo de cine que, teniendo todo para salir mal, sale bien. La vida nos da sorpresas.