Carrie

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

Sólo apta para quienes no vieron la original

Como nueve de cada diez remakes, ésta quita más de lo que agrega. No es que esté mal y hasta tiene la ventaja de ir de menor a mayor. Pero quienes hayan visto la Carrie original no tienen nada que hacer aquí. Los que no –los chicos de veinte o veintipico que no se hayan tomado el trabajo de ver, por el medio que fuera, la de Brian De Palma, a quienes se supone que esta remake se dirige– recibirán, en el último cuarto de película, el baño de sangre buscado. Baño de sangre que en manos de Brian De Palma se traducía en arte mayor y en las de Kimberly Peirce (realizadora de Los muchachos no lloran) deviene artesanía apenas eficaz. Esa diferencia de escala que va del arte a la artesanía, del fantástico onírico a un resignado realismo, del grand guignol al terror, del estremecimiento profundo al esporádico sacudón, marca la relación entre original y remake.

“¿Qué es esto, un cáncer?”, se pregunta la Sra. White (Julianne Moore) en el momento en que está por dar a luz –sola, en su cama– a su hija Carrie. Esa es una de las escasas diferencias entre la película que elevó definitivamente a Brian De Palma a la primera liga de la industria y ésta, que entre sus dos guionistas cuenta con Lawrence Cohen, el de la original. Es muy buena la idea de asociar, en la afiebrada mente de la mujer, el dar a luz con una enfermedad terminal. Hay otra idea sumamente sugerente, que en la original no estaba: la señora es costurera, oficio que fomenta una i-nevitable asociación con uno de los momentos cruciales de la historia. Ese en el que Carrie, a quien su madre –que parece haber recibido su instrucción sexual en los tribunales de la Inquisición– jamás explicó el significado de la palabra menstruación, tiene su menarca, experimentando un horror semejante al de la señora ante el parto. Podría pensarse que en su fantasía la señora tal vez sueñe con una oportuna costura, como forma de resolver esa clase de problemas.

Toda la intensidad de la película de De Palma se ve disminuida. Intensidad de la puesta en escena, de subtextos sexuales (que ya estaban, desde luego, en el original de Stephen King), de las actuaciones y dramaturgia. La de De Palma combinaba el grand guignol con la ópera (herencia que le venía por vía sanguínea) y el cuento de hadas. Carrie como el patito feo; su mamá como bruja poseída, hipervillana de Disney; la antológica escena del holocausto en la fiesta de graduación como imagen del caos absoluto, el infierno y, también, de la única forma de orgasmo que la abusada protagonista puede concederse.

A la desorbitada Sissy Spacek (Chloë Grace Moretz no está mal, pero padece del mismo descenso de escala de toda la película) le bastaba con imaginar el holocausto para desencadenarlo. Esta otra Carrie necesita mover las manos, como un titiritero a distancia, para lograr efectos que, por modestia de la puesta en escena, no llegan al matemático, sistemático, inescapable apocalipsis que aquella rubia bañada en sangre desataba en un prototípico high-school. Otra ausencia: la de la mirada crítica de King & De Palma, que ponían a América bajo una deformante lupa camp. Aquí uno ve a la frágil Chloë Grace Moretz y no puede terminar de creerse que pueda ocasionar tanto daño, que tenga tanta potencia sexual subsumida como tenía su antecesora.