Carrie

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Hasta la más insignificante de las películas tiene un destino, alguna clase de misión que cumplir. Están las películas que nos hablan de las cosas buenas que nos rodean; las que nos muestran las capacidad del cine de revelarnos el mundo desde un punto de vista nuevo y único; incluso las peores películas funcionan a modo de anticuerpo, como si nos recordaran todo lo que el cine no debería ser. Carrie no entra dentro de ninguna de estas clases. La película de Kimberly Peirce ciertamente no es buena pero tampoco serviría de nada acusarla de manchar el buen nombre del cine; simplemente no sabe qué cuenta, por qué ni cómo hacerlo; no tiene un destino, es como si no existiera. La Carrie de De Palma se volvió una película de culto justamente por lo que tenía para aportarle al libro de Stephen King: el relato fantástico y de terror que el escritor trataba de manera realista (por ejemplo, a través de la inclusión de informes jurídicos, noticias o notas periodísticas) era dinamitado por una película que confiaba demasiado en sus propios materiales como para ajustarse a las convenciones de un horror naturalista. Esa Carrie era excesiva y no se tomaba en serio a sí misma; es por eso que, en algún punto, uno tiene la sensación de estar viendo algo que podría haber sido una comedia: la forma se hace visible y nos expulsa de un relato que, como ocurre en la mayor parte del cine del director, estamos obligados a ver sin llegar nunca a habitar. Los dos, película y libro, tenían algo para decir a propósito de la historia de una chica criada en un ambiente ultracatólico y enfermizo a la que molestan en la escuela y termina matando a todos con sus poderes telekinéticos.

La remake de Kimberly Peirce carece de una visión propia, no sabe bien qué quiere contar. Sigue muy de cerca el relato de la película original agregando muy superficialmente alguna referencia al presente (como los celulares o internet), pero tampoco respeta el espíritu juguetón y autoconsciente de De Palma (Peirce no podría, aunque quisiera, copiar una imagen como el plano cenital que muestra a una Piper Laurie sacada y caminando en círculos hasta salirse del encuadre). La directora se toma en serio a Carrie y no se da cuenta de lo ridícula que parece Julianne Moore sobreactuando como la madre loca y asfixiante que arruina la vida de su hija. Lo que en la original era exageración aquí se convierte en un melodrama mal filmado en el que la cámara toma casi de frente a Chloe Grace Moretz solo para imprimirle algo de impacto a las escenas, por demás aburridas y sin pulso para el conflicto. La película avanza como por inercia, todo es rutina que debe cumplimentarse con el mínimo de esfuerzo estético y narrativo: cada escena cumple una función puramente estereotípica y poco más que eso (“mirá, acá la chica mala y resentida que odia a Carrie pergeña su venganza”). Después de soportar como una hora de trámite cinematográfico llega la escena del baile, cuando Carrie enloquece y ajusticia a todos los que se cruzan por su camino; pero incluso en ese punto culminante, largamente esperado, nada funciona: las muertes no son truculentas, los efectos parecen pobres y escasos, nunca alcanzamos a sentir algo del peligro que acecha a las víctimas, y Chloe Grace Moretz no resulta creíble en ningún momento (el problema es que se nota que actúa, que en tal o cual plano está queriendo poner cara de desencajada. Su Carrie es falsa, nunca nos creemos su rareza, la joven actriz parece demasiado normal, demasiado integrada como para ponerle el cuerpo a ese personaje –cosa que no pasaba con la extrañeza absoluta e irreductible que aportaba Sissy Spacek). Nunca alcanzamos a experimentar ni siquiera un poco del clima del pueblo y la escuela, de lo que implica masacrar a esos chicos en su baile de graduación (la primera Carrie o Halloween eran grandes películas justamente porque sabían captar la atmósfera de sus lugares, leer en la cotidianidad de un pueblo ignoto los signos de la locura y el horror). Al final, cuando Carrie muere y un personaje visita su tumba, no llegan a pasar unos segundos y la lápida se raja, parte, se escucha un grito, empieza una canción de rock y aparecen los créditos. Ese recurso resulta tan gratuito y automático que funciona a modo de cierre perfecto de una película innecesaria, inútil, tan anodina que hasta podría decirse que prácticamente no existe.