Carol

Crítica de Roger Koza - Con los ojos abiertos

a mejor película vista en competencia hasta el momento es el melodrama lésbico titulado Carol dirigido por Todd Haynes. Película elegante como pocas, en sintonía con el clasicismo tardío de un Terence Davies y un James Gray, tal vez no cuente con la crueldad tan afín a los presidentes del jurado, los hermanos Coen, pero es muy difícil ser ciego a las virtudes ostensibles de esta historia de amor entre mujeres que transcurre durante la década de 1950 en los Estados Unidos.
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Carol

Basada en Carol, o el precio de la sal, segunda novela de Patricia Highsmith, Carol cuenta el paulatino enamoramiento entre una joven vendedora de una tienda de Nueva York, con aspiraciones de convertirse en fotógrafa, y una mujer más grande con una excelente posición económica, casada y con una hija. Las coordenadas simbólicas de 60 años atrás son inconmensurables respecto de las de nuestro tiempo, de tal modo que el lesbianismo concebido como inmoralidad y enfermedad de la psique nos resulta ridículo, pero eran fundamentos irrefutables y suficientes en aquel entonces para que una madre pudiera perder la custodia de su hija, uno de los tantos problemas que habrá de atravesar Carol.

Los trabajos de Cate Blanchett (Carol) y Rooney Mara (Thérese) son sobresalientes, y las actrices tienen la osadía necesaria para entregarse a una escena de sexo en la que el equilibrio entre el erotismo y la ternura luce perfecto, escena que además consigue conjurar cualquier fantasía masculina sobre la sexualidad lésbica. Esta película hermana de Lejos del paraíso, también de Haynes, es una exploración notable de la subjetividad femenina en un contexto histórico específico poco favorable para historias de amor de esta índole. Los encuadres son prodigiosos, el diseño de arte magnífico, y cualquier rubro elegido para evaluar a Carol estará a la altura del resto. Es que Haynes es un cineasta de una delicadeza extrema. Incluso es capaz de, literalmente, dirigir la nieve, que aquí le obedece para ser parte del encantamiento que producen los objetos, los rostros de las actrices y los colores que pueblan el mundo.

¿En qué está pensando Haynes cuando elige el travelling inicial para ingresar a una cena tan significativa para Carol y Thérese? ¿En qué está pensando cuando muestra la primera foto que Thérese saca de Carol a la distancia? Ver cómo se llega a esa escena, seguir la preparación perceptiva de ese momento determinante, es uno de los tantos placeres de Carol. Haynes sí piensa en lo que filma. Y si todo aquí no es perfecto, eso se explica por una única razón: los Estados Unidos de la década de 1950 son aquí fundamentalmente una reconstitución minuciosa de diseño. La época, en cierta medida, está elidida y el deseo solamente conoce su límite ante la moral de una década, cuyo conservadurismo se le concede como lugar común de una cierta forma de mirar el pasado. El film de Haynes adolece un poco, apenas un poco, de cierto solipsismo en el que lo real subyace como un caos, un fondo simbólico que basta materializar como decorado. La historia mayúscula se siente en los cuerpos y en cierta medida en las acciones de los personajes. Pero sucede que esa década en los Estados Unidos es demasiado perturbadora como para que sus marcas se resuelvan en alguna cita al paso. La indumentaria y el mobiliario son operadores débiles de referencia, signos endebles a pesar de su contundencia, de la Historia que contiene todas las historias.