Carol

Crítica de Fernando G. Varea - Espacio Cine

ESA RUBIA DEBILIDAD
Lo que cuenta el sexto largometraje de Todd Haynes (1961, Los Ángeles, EEUU) no es nuevo ni sorprendente, sí lo es la exquisitez de su construcción y lo sensitivo de sus ambientes y su atmósfera.
Basado en la segunda novela de Patricia Highsmith, Carol (o El precio de la sal, como se llamó en su primera edición, publicada con seudónimo), el film recorre las alternativas del encuentro amoroso entre Therese, joven empleada de una tienda y fotógrafa aficionada, con Carol, una glamorosa mujer madura, en 1953.
Son varios los incidentes que se suceden durante las dos horas del film, ya que Carol debe lidiar con una sociedad que considera inmoral su conducta y pone en riesgo la tenencia de su pequeña hija, y atraviesa oscilaciones la relación entre ambas mujeres, en la que el amor se confunde con la curiosidad por vivir una experiencia diferente y la necesidad de una compañía que salve de la rutina o el acostumbramiento. Alguna forma de persecución permite que asomen datos sobre el control que –al menos en esa época y en ese país– ejercía el Estado en la vida privada de los ciudadanos. La sorpresiva aparición de un arma abre el relato hacia el policial, aunque esa sensación se diluye pronto para volver a sumergirnos en el melodrama encendido.
Se advierte la seducción que ejercen en Haynes las figuras femeninas poderosas (aún en su fragilidad) y el universo de la vida cotidiana en las ciudades de los años ’50, cuando todo (casas, restaurantes, muebles, vestidos, juguetes) parecía formar parte de enormes y suntuosas maquetas. El culto por las compras y el festejo de las navidades integran ese mundo sostenido por el dinero y las apariencias.
Hay, también, un interés por quebrar ese círculo cerrado de matrimonios prósperos con algo que no viene de afuera, sino que se gesta en el seno mismo de la vida de esos seres humanos: una enfermedad (como era el caso de Safe, tal vez la mejor y menos conocida película de Haynes) o, como aquí o en Lejos del paraíso (2002), una debilidad o una pasión que se lleva por delante los prejuicios. “Vivir contra mi propia naturaleza, eso es degeneración por definición”, reflexiona Carol, sentando posición sobre el tema.
La película parece dejarse llevar por su halo de elegancia, sin demasiados sobresaltos. Si fluye de esa manera no es sólo por el rigor de su dirección artística y su vestuario, por la melancolía que obtiene (de la nieve que cae, de los colores de ese universo frío) el fotógrafo Edward Lachman, o por la música de Carter Burwell: la cámara sabe captar la sensualidad y la incertidumbre que envuelven la relación de Carol y Therese. Sobreencuadres y recortes en el plano hacen que los personajes parezcan hundidos en el ambiente, como simples elementos de un cuadro de época.
Por otra parte, Haynes sabe cómo generar dramatismo o tensión sexual en determinadas escenas, en las que todo ha sido trabajado en la proporción exacta: el diálogo (de miradas, más que nada) durante la primera comida compartida, el viaje en auto (en el que el roce del tapado y de las manos se expresa con imágenes luminosas y levemente desenfocadas) o la llegada intempestiva del marido, al que Carol comienza a hablarle mientras se pone nerviosamente los zapatos. También es intensa la discusión por la tenencia de la niña, aunque momentos como éste o el de la conversación del marido con una amiga lesbiana de Carol (interpretada por Sarah Paulson) están resueltos de manera algo simplista.
Resulta difícil no sentirse cautivado por Cate Blanchett encarnando a Carol: con sus ojos felinos y su voz susurrante, sacándose refinadamente el mechón de pelo rubio que suele caerle sobre la cara, la actriz sabe cómo imponer belleza y temperamento a su criatura. El hecho de que ocasionalmente trate con cierto desdén a su objeto de deseo ayuda a creer en su falta de cobardía. Como Therese, Rooney Mara (una suerte de Valeria Bertucelli con algunos años menos) tiene buenos momentos, como ése en el que estalla en llanto dentro del tren, sintiendo la desazón de ese extraño amor que la desestabiliza. Pero el punto de vista de Therese, a diferencia del texto de Highsmith, se abandona a veces a favor del de Carol, desdibujando la personalidad de esa chica que termina luciendo más asustada que llevada por la pasión.
Como corresponde a todo relato melodramático, los roles están bien asignados: las mujeres aman y sufren, y quienes se interponen en el camino del deseo –casi todos los personajes masculinos, en este caso– existen sólo para ser hostiles y agigantar la lucha de las heroínas.