Carbón

Crítica de Diego Brodersen - Página 12

"Carbón", fábula farsesca sin anestesia

Tras un comienzo que parece mostrar un cine realista de raigambre social, se revela una sátira cuyo humor permanece agazapado sin mostrar nunca sus dientes.

Las primeras escenas de Carbón, ópera prima de la brasileña Carolina Markowicz que tuvo su lanzamiento mundial en los festivales de Toronto y San Sebastián, remiten inmediatamente al cine latinoamericano de raigambre social. Una familia empobrecida de un sector rural de Joanópolis, en el estado de San Pablo, intenta parar la olla con su horno de carbón y algunas changas. Irene (Maeve Jinkings) y su marido tienen un hijo de nueve años y en el minúsculo cuarto del pequeño también descansa el padre de la mujer, postrado luego de un ACV y absolutamente dependiente de un tubo de oxígeno. Las gallinas entran cada tanto en la construcción de madera y el hombre de la casa le dedica tanto tiempo al carbón como a la cachaza (y otras actividades que no conviene adelantar en estas líneas). Cuando ese tono realista, con un dejo de denuncia, ha calado en el espectador, el guion introduce un giro insospechado: Miguel, un narco de origen argentino (César Bordón) se ve obligado a simular su muerte y a guardarse durante una larga temporada. Al mismo tiempo, la pareja brasileña decide aceptar una jugosa propuesta económica y tener de invitado bajo su techo al “capo” en cuestión.

Lo que sucede inmediatamente antes de eso es brutal y demuestra más temprano que tarde que Carbón echará a correr una vena ácida que no abandonará en ningún momento. De hecho, el film –heredero indirecto y lejano de la commedia all'italiana más oscura– bien podría considerarse como una sátira cuyo humor permanece agazapado sin mostrar nunca sus dientes. No es fácil para un hombre poderoso acostumbrado a los lujos dormir en un catre vencido y permanecer encerrado noche y día. Tan aburrido está que la única bolsita con cocaína que logró manotear antes del viaje le sirve para dibujar la silueta de animales en un pizarrón de mano antes de aspirarla. Menos sencilla aún es la dinámica entre el huésped y los anfitriones, cuyos conflictos personales de larga data se suman a los nuevos, provocados por el recién llegado. La realizadora se interesa por la interacción entre Miguel y el pequeño, que parece ser el único que logra comprender los dolores del invitado, y entre Miguel e Irene, quien mantiene con él un vínculo de atracción y rechazo, más allá de la simple operación económica que permite acumular esos tan necesarios reales.

Coproducción brasileño-argentina, el idioma mayoritario es aquí el portugués, aunque a Bordón se le permite expresarse cada tanto en español, incluidas unas buenas puteadas en porteño. Carbón se extiende demasiado a lo largo de 108 minutos y no todas las líneas narrativas resultan pertinentes, pero es indudable que la realizadora desea plasmar en pantalla algo diferente a lo usual con una fiereza particular. A tal punto que, cuando los conflictos se suavizan y el cierre parece estar acercándose a una resolución salomónica, la historia vuelve a pegar un volantazo tan radical como violento. La fábula farsesca llega a su fin sin anestesia, con un sabor amargo que permanece largo rato en la boca.