Carancho

Crítica de Martín Iparraguirre - La mirada encendida

El policial argentino

El desarrollo que ha tenido el cine de Pablo Trapero es notable. Desde aquella celebrada ópera prima que reflejó la existencia en la Argentina del menemato que fue Mundo Grúa (1999), a éste soberbio y heterogéneo policial negro que acaba de estrenar en nuestras salas ha pasado mucha agua bajo el puente en el séptimo arte nacional, y el propio Trapero ha probado diversos géneros y estilos, pero su visión cinematográfica no ha dejado de crecer bajo una misma idea, una misma concepción del cine y el mundo. Que Carancho, el estreno en cuestión, sea no sólo su película más lograda hasta el momento sino también la que presumiblemente le augurará la mayor repercusión de público (fue la segunda más vista el fin de semana en el país, muy cerca de Iron Man 2) no es para nada una contradicción, ni mucho menos una “concesión” a la industria, sino una circunstancia para celebrar porque ubica a su cine en el justo lugar que siempre ha merecido (aunque se deba en parte al protagónico de Ricardo Darín). Y es que el cine de Trapero es esencialmente popular, al punto de que junto a Adrián Caetano (Bolivia) y sobre todo José Celestino Campusano (Vikingo, Vil Romance) son los únicos directores que se han preocupado por poner en escena al conurbano bonaerense, ése universo absolutamente desconocido pero siempre estigmatizado por la TV. Y si el “cine bruto” de Campusano choca contra el establishment cultural vigente, el de Trapero no es menos desafiante aún, aunque su virtuosismo formal induzca a pensar lo contrario.

Empecemos entonces por decir que Carancho es una película tan revulsiva como puede serlo su temática, la de los accidentes de tránsito, en medio de la corrupción estructural que existe en nuestra sociedad. En Argentina, nos informa al inicio, mueren al año más de 8.000 personas en accidentes, un promedio de 22 por día; lo que produce “un enorme mercado sostenido por las indemnizaciones y la fragilidad de la Ley”. Detrás de cada choque hay un negocio en puerta, y nuestro protagonista, Sosa (Darín, en un papel pensado para él), es una pieza clave en el entramado judicial y policial que permite aprovechar esos acontecimientos. Se trata de un “carancho”, un ave de rapiña que surca las calles del conurbano en busca de clientes, víctimas de accidentes que se podrán aprovechar para sacar jugosas indemnizaciones, y que forma parte de una mafia judicial y policial organizada para tal fin. Pero la vida de Sosa comenzará a cambiar cuando se cruce con Luján (Martina Gusmán, excelente, también productora del filme), una joven médica que se encuentra haciendo sus primeros pasos en la profesión, trabajando al límite de sus posibilidades en largas guardias de hospitales y en una ambulancia de servicio de emergencia. Ambos, por supuesto, se terminarán enamorando, aunque Luján advertirá pronto el costado siniestro de la profesión de Sosa, cuando un accidente “armado” salga mal. El melodrama romántico devendrá entonces en una épica de redención y luego en un thriller de escape, a partir de que Sosa intente renunciar a la organización y hacer un último trabajo de forma independiente, algo que sus ex compañeros no van a tolerar. Como todo buen noir, Carancho es, al fin, un relato trágico de dos seres que intentan escapar a su destino, que se enfrentan estoicamente a fuerzas mayores, que los trascienden y han dictado ya una sentencia en su contra.

Pese a su crudeza, nada hay de gratuito en Carancho: si bien Trapero intensifica al máximo la fisicalidad típica de su cine con planos pegados a los personajes y planos secuencia que exploran ése universo desconocido para el gran público, nunca hay golpes bajos ni regodeos con la sangre y la violencia. Al contrario, se diría que existe una saludable voluntad testimonial en Carancho, reflejada no sólo en los pasajes que transcurren en los hospitales públicos (donde se muestran las condiciones en que trabajan nuestros médicos), sino también en los tramos más crudos, donde la violencia muestra su naturaleza brutal, terrible, arcaica. Sí hay un virtuosismo formal inusitado, que nunca conspira contra el relato, sino todo lo contrario: el trabajo en el sonido es ejemplar, constituyéndose en un protagonista imprescindible del filme (a través de él se construye y manifiesta el mundo que los rodea), mientras que la abundancia de planos secuencia (con el trabajo de cámara del gran Julián Azpesteguía, habitual de Caetano), habla de un nuevo estadio en el cine de Trapero, con una secuencia final simplemente magistral, sin parangón en el cine industrial argentino, y que como toda la película es además una refutación definitiva de las supuestas virtudes de El secreto de sus ojos.

Por Martín Iparraguirre