Carancho

Crítica de Laura Gehl - Cinemarama

Luján.

Luján es una médica recientemente recibida. Es adicta a alguna droga prescripta (más tarde sabremos que son calmantes) que ella misma se inyecta con diligencia en los pies, una zona por demás dolorosa para inyectarse nada; ocultar las marcas es más importante que el dolor que esto pueda acarrear. Luján es de pocas palabras, parece frágil y agobiada, pero se mueve segura de lo que hace. Trabaja cuarenta horas por día, es médica en urgencias y de guardia en más de un hospital, todo trabajo suma horas para un futuro mejor y mayores beneficios. Luján duerme poco, pero cuando lo hace se desmaya del cansancio sin tener en cuenta horarios o comodidades. Se desenvuelve en un mundo principalmente de hombres como si fuera uno más, segura, expeditiva, mandona, pero sin perder la femineidad. Lo hace también en un ámbito violento, la calle, sin abandonar la compostura. No sabemos casi nada de su pasado, lo poco que se dice es por boca de Sosa, en una especie de recuento que ella ratifica. De su casa, apenas vemos un pasillo en la entrada, no hay un entorno personal, Luján es eso que se ve aquí y ahora.

Sosa. Sosa es un abogado que perdió la matrícula, no sabemos cómo, él dice que fue por culpa de la suerte. Sosa se dedica al “carancheo” (por razones que probablemente se ha sabido ganar, la profesión de abogado a veces viene acompañada de este tipo de adjetivos: caranchos, cuervos, “saca-presos”) sin demasiada convicción, pero tampoco con mayor remordimiento, cayó ahí por las circunstancias y ahora se desenvuelve más o menos cómodo en ese mundo, aunque siempre deseoso de salir, de “hacer las cosas bien”. Solitario, pero muy sociable, anda al acecho, en busca de víctimas de accidentes de tránsito a quienes venderles la ilusión de justicia (básicamente eso hacen los abogados caranchos, con bastante menos romanticismo). De tanto en tanto lo cagan a patadas: familiares que se saben estafados, competencia, policía, puede ser cualquiera, viene con la profesión y lo sabe, se la banca. Sosa es entrador y carismático y en cada ámbito en el que se maneja, ya sea un hospital, la calle o el tugurio que hace las veces de oficina se mueve como pez en el agua, como si cada lugar le perteneciera. No sabemos nada de su pasado. Su casa es desordenada y algo caótica, quizá desentrañando un rasgo de su personalidad que no se adivina de otra manera.

Carancho. Pablo Trapero dice que su película cuenta una historia de amor en un entorno trágico y nosotros le creemos. La historia de Luján y Sosa (ellos son la película en sí misma) es profundamente dramática y el amor no es de película, es real: se ven, se gustan y están juntos; incluso cuando discuten predomina la naturalidad: ella simplemente le dice que no lo quiere ver más. Hay amor y cariño y se nota en ellos, no se dice a voz en cuello, Sosa es el único que lo verbaliza tibiamente en el momento apropiado.
Trapero pega tanto la cámara en sus protagonistas que el escenario podría haber sido cualquiera, sin embargo es San Justo el lugar excluyente de la acción, casi pareciera que ninguno se pudiera ir de ahí aunque técnicamente nada los retiene, como un ángel exterminador del conurbano que los obliga a subsistir en ese entorno cada vez más hostil y peligroso. Porque Carancho –la historia de amor– no empieza bien pero termina peor, deslizándose por una espiral descendente: a Sosa se lo presenta en el momento justo de una paliza en medio de la lluvia y de Luján lo primero que vemos es su pie con una jeringa clavada. Ambos están a minutos de conocerse en un accidente de tránsito, laburando en esa noche fría y lluviosa: ella tratando de salvar una vida; él tratando de currar a la víctima. Esa falta de contexto definido universaliza el espacio, al estar tan pegados a los personajes (la cámara y nosotros, los espectadores) el resto, fondo, personas, colores, se va de foco, se vuelve difuso. La idea de lugar universal del que no se puede escapar es perturbadora y asfixiante y ese clima está presente a lo largo de toda la película.

Además, el lugar universal asfixiante es, más allá del territorio real, la gran red de corrupción que la película desentraña como telón de fondo para la relación entre Sosa y Luján. Una corrupción policial e incluso médica que también se vuelve universal, por eso, una leyenda al comienzo de Carancho nos resume un cuadro de situación que de tan cotidiano está internalizado en cada uno de nosotros: en Argentina mueren ocho mil personas al año en accidentes de tránsito, esto mueve un millonario negocio en indemnizaciones; estas son las que cazan los caranchos, al amparo de esa red imparable y en detrimento de las personas afectadas, indefensas e impotentes. Esa impotencia se hace cada vez más palpable, física, en Carancho, inversamente a la espiral descendente por la que se mueve la historia de los personajes, se genera una ascendente de violencia, de hechos concatenados cada vez más sangrientos e intensos, redoblando la apuesta en cada suceso. Ya no solo el rostro de Sosa muestra las marcas de los golpes, Luján también es golpeada por ser una especie de cómplice de Sosa, aunque la palabra cómplice remita a delito y no pueda ser aplicada del todo a la pareja, la injusticia es tal que todo aquel que quiere “hacer las cosas bien” en realidad entorpece, vulnera los derechos criminales, y ahí entra nuevamente en escena la impotencia, como si no se pudiera salir de esta lógica centrípeta que los –y nos– envuelve, a tal punto que en el momento en el que Sosa, en un profundo acto de amor y venganza, revienta a su ex jefe a golpes por lo que le hizo a Luján, el espectador transpira, se agita, se contractura; es un hecho de extrema violencia, y se siente, y es tan álgido el punto llegado ese momento que por unos minutos se tiene la extraña sensación de justicia.

Hay sin embargo, en esta escalada circular de desgracias, un momento feliz y hermoso: Sosa y Luján van al cumpleaños de quince de la hija de un hombre que ella salvó en el hospital. Es un breve momento, dura lo que dura una canción y es el único en el que los vemos sonreir, despreocupados, sin prever todo lo que vendrá. Todo lo que vendrá será trágico y violento, como su final, el final.