Carancho

Crítica de Cristian A. Mangini - Fancinema

Buenos Aires subterránea

“Argentina ostenta uno de los índices más altos de mortalidad por accidentes de tránsito. 22 personas mueren por día; hay 7.885 víctimas fatales por año (2009) y unos 120 mil heridos de distinto grado y miles de discapacitados. Las pérdidas económicas del tránsito caótico y accidentes de tránsito superan los U$S 10.000 millones anuales”. (de la página Luchemos por la Vida -www.luchemos.org.ar-)

Decir que Carancho del director Pablo Trapero es sólo una película de denuncia o circunscribirla dentro de una determinada corriente del cine argentino es, en cierto sentido, atomizar un hecho extraordinario. Estamos viendo un film que compromete al espectador desde el primer al último minuto con un tema que se transpira en cada centímetro de pavimento de los centros metropolitanos más importantes de nuestro país. Es una denuncia que atraviesa distintos estratos sociales, que se vale de determinados valores formales y estéticos para lograrlo, pero además es un melodrama de una intensidad y una violencia pocas veces visto en el mainstream argentino, tiene dos figuras centrales de un nivel actoral prácticamente superlativo y, quizá un detalle para algunos y fundamental para otros, va a atraer gente. Y lo mejor es que a esa gente que vaya puede o no gustarles la película, pero no van salir impávidos sino que van a querer debatir la cuestión de fondo, es imposible que no se sientan tocados por la innegable cotidianeidad que Trapero construye en Carancho. No tanto por las vidas y las figuras que se desplazan en la pantalla sino, en cierto sentido, por el fuera de campo, ese fuera de campo que también es el potencial conductor o peatón de cualquier ciudad de nuestras calles.

Trapero es un virtuoso, pero no lo es gratuitamente, no construye artificios sin fundamentarlo dentro de la trama y el guión (y no, no es lo mismo). Hay un trabajo de edición que se basa en el esfuerzo de balancear el ritmo cinematográfico de la película, con momentos intimistas construidos con planos cortos y descriptivos en el departamento de Luján (Martina Gusman) y una serie de planos largos y planos secuencias en el mundo que está fuera de ese micromundo de tranquilidad donde conviven y construyen su relación Luján y Sosa (Ricardo Darín). Es una antinomia construida con una destreza que se mantiene a lo largo de la película, como si el director obligara al espectador a salirse de la esfera televisiva de los datos informativos y lo sumergiera en un mundo salvaje donde la imagen está constantemente en movimiento, donde el caos y la colisión visceral de los cuerpos se da literal y metafóricamente. Después de todo, hasta la relación entre Luján y Sosa puede ser interpretada como un choque desafortunado.

Estéticamente estamos hablando de uno de los films argentinos actuales donde mejor se ha referenciado el espacio que se retrata. El conurbano bonaerense, que el director ya había explorado en El bonaerense, aparece aquí como el paisaje que todo policial negro contemporáneo debería tener. Calles con pasillos angostos, luces ambarinas y tristes que desnudan frágiles cafés y edificios, con su arquitectura de contraluces, demuestran el poder expresivo de la dirección de fotografía, además de ciertos encuadres que recuerdan la atmósfera de algunos films de Fincher. Los espacios cerrados aparecen como galpones oscuros y polvorientos, con la luz directa de dos o tres focos moribundos o salas claras y blancas con corredores negros que surgen abruptamente con líneas de fuga infinitas, agolpados de gente sin rostro y murmullos inentendibles. Trapero llevó a través de su registro realista alguna singularización poética, pero nunca deja de ser contundente en la narración. Quizá no haya una idea de mímesis en la línea de Bazin, pero hay una construcción televisiva en los planos secuencia que denota y connota una espectacularidad visual que se acerca al informativo, con esa estetización de la realidad sobre un hecho singular, aprovechando la profundidad de campo y el frenesí del desplazamiento para afirmar esa identidad violenta y abrupta con que surge la primicia.

Carancho es visceral en todo sentido. La violencia del montaje se concatena con la violencia de lo que vemos en pantalla haciendo imposible disociar a una de la otra. Los diálogos son sentencias claras y crudas, sin ambigüedad posible, y los golpes mantienen una continuidad que aumenta en cadencia a medida que avanzamos en el relato. No hay concesiones y es de agradecer que no las haya. Pero así como es violenta, también tiene una carga erótica que le da un espacio de respiro a esa pareja en el medio del caos. Y esa carga erótica algo estilizada aprovecha al máximo la figura de Gusmán y el talento para su desplazamiento en esas secuencias, mientras Darín saca a relucir la chapa de un Marlowe fatalista que encuentra en su cuerpo un reposo de la oscuridad que lo va consumiendo hasta el (inevitable) final.

El final, la polémica. Aquí es inevitable que se arruinen algún detalle de la trama por lo tanto, a quienes les afecte advierto, HAY SPOLERS. Aquí hay una cuestión interpretativa que hay que tener en cuenta: la película comienza con una placa negra informativa y finaliza con una placa negra con una voz en off que anuncia los efectos de un accidente de tránsito (excelente trabajo de la ingeniería de sonido) que afecta a nuestros protagonistas. Este off de la imagen que funciona de manera dialógica pone de relieve el tema que sobrevuela la película: los accidentes de tránsito, la corrupción y los efectos de ello. En cierto sentido, esta estructura que puede leerse como una especie de loop es extradiegético y traiciona la estructura que en la mayoría del metraje hace hincapié en la historia de nuestros protagonistas. Si por un momento habíamos creído que los personajes cobrarían más relevancia que el tema, allí está el final para anclar las cosas, subrayarlas. No hay fuga posible del destino y la fatalidad. Es imposible creer que este final no frustrará a ciertos espectadores, y resulta al menos cuestionable en base a la cercanía que Trapero desarrolla con Luján y Sosa. Por momentos es lícito hacerse la pregunta: ¿es una película de Sosa y Luján o de la corrupción en torno a los accidentes de tránsito? ¿Cuál cobra más relieve? La respuesta es el final.

Las actuaciones, ¿qué queda decir de uno de los actores más versátiles que ha entregado el cine argentino en toda su historia (ya saben quién es) y que más elogios se pueden agregar a la sutileza y naturalidad interpretativa de Martina Gusmán? Pero para ser justos, la violencia actuada, el nivel regular de las actuaciones y, particularmente, el trabajo de José Luis Arias, merecen ser destacados más allá de las obviedades. Es una película indispensable del cine argentino, quizá esto suene demasiado entusiasta pero más allá del entusiasmo individual hay una cuestión coyuntural por la cual es indispensable. Pocos films mainstream han tenido el valor de envolverse de tanto coraje para la denuncia, el virtuosismo y la violencia sin filtros, sin edulcorantes. Pocos dejan tan intranquilo al espectador (y hablo de la sala donde estuve), con ganas de hablar cuando salen de la sala, con la mirada perdida; es una película tan hipodérmica como uno de los primeros de sus planos y tan contundente como ese caótico final que demuestra que ninguna criatura escapa a esa Buenos Aires subterránea que retrata Trapero.