Capitán Fantástico

Crítica de Ignacio Andrés Amarillo - El Litoral

La ética libertaria y el espíritu de Thoreau

A Henry David Thoreau se lo conoce por dos obras. En “La desobediencia civil” (texto de cabecera de Mohandas Karamchand Ghandi, el Mahatma) trabajó sobre la idea de que el gobierno no debe tener más poder que el que los ciudadanos estén dispuestos a concederle, en la línea del liberalismo libertario, la de la “propiedad de uno mismo” y el “derecho a ser dejado solo” (“right to be let alone”, en “El derecho a la privacidad”, de Louis Brandeis y Samuel Warren). En otro orden de cosas, escribió “Walden”, una obra que relata su experiencia de dos años viviendo en un bosque cerca de Walden Pond, Massachusetts.
Desde entonces, una y otra cosa se mezclan en el imaginario estadounidense, y los salvajes bosques de América del Norte se suelen presentar tentadores para quienes buscan desertar de una sociedad más o menos alienante o expulsiva (Sean Penn dirigió “Into the Wild” sobre la vida de Christopher McCandless, el viajero que quiso abandonar la sociedad y murió en la naturaleza): “Para los fugitivos. Para los que parten. Un conjunto de lugares donde sustraerse al imperio de una civilización que camina hacia el precipicio” (Tiqqun, “Llamamiento”).
Hija de las doctrinas de John Locke y el puritanismo calvinista, la “cultura americana” es a la vez la madre de las libertades individuales y su opuesto: “Para que degenerase había que trasladar el acento de sus valores espirituales a los materiales”, lo que llevaría al “individualismo amoral, predispuesto a la subversión, al egoísmo, al retorno a estados inferiores de la evolución de la especie; otra reside en esa interpretación de la vida que intenta despersonalizar al hombre en un colectivismo atomizador” (Juan Domingo Perón, “La comunidad organizada”). O sea: la “cultura americana” es la madre de Donald Trump y el Tea Party, como también de Noam Chomsky y Naomi Klein (que es canadiense, ya sabemos).
Viaje iniciático
Toda la parrafada pretendidamente sesuda que nos antecede viene a poner la clave de lectura del segundo largometraje como director (y el primero con figuras actorales de peso) de Matt Ross, conocido por la serie “Big Love”; quien logra tejer unos cruces interesantes en los registros, entre la sátira, la crítica abierta a las sociedades modernas y a sus desertores, cierto clima entre el cine de Wes Anderson y el de Jason Reitman y el drama familiar más o menos clásico.
Ben Cash es un padre de familia un tanto peculiar. Junto a su esposa Leslie, educada en la universidad como él, decidieron formar una familia cada vez más alejada de la sociedad: empezaron en una granja y terminaron en una casa en medio del bosque, en el Estado de Washington. Allí educaron a seis hijos: Bodevan (“Bo”, el mayor), Kielyr y Vespyr (dos adolescentes coloradas que parecen mellizas), Rellian (un preadolescente con carácter) y los pequeños Zaja y Nai (niña y niño, rubiecitos y simpáticos). Todos con nombres inventados para ser únicos, criados entre la supervivencia en la naturaleza y lo mejor de la civilización: la música de Bach, la literatura de Nabokov y Dostoyevski, la física teórica, la teoría política y varios idiomas. Todos emergentes de un mundo que desconocen más allá de los libros.
La cosa es que Leslie ya no vive allí. Conforme pasan algunos minutos, nos iremos enterando de que volvió a la “civilización” para tratar un trastorno bipolar que la iba dominando, poniéndose al cuidado de sus padres, Jack y Abigail, conservadores y pudientes. Finalmente, Ben se entera de que Leslie se suicidó, y que sus padres la sepultarán, contradiciendo su última voluntad. Un poco por impedirlo, y un poco por la presión de los chicos por despedirse de su madre, el patriarca termina organizando una excursión en la que la pibada conocerá a la familia de su tía Harper (la hermana de Ben) y a sus conflictivos abuelos maternos (que odian a su padre). Pero también se convertirá en un viaje iniciático a la inversa, como el que hacen algunos amish: en la ciudad conocerán el consumismo, la obesidad endémica, la cultura de masas, pero también la tentación de pertenecer a algún sitio: la voluntad del mayor es estudiar en una universidad, y la del otro varón de ser más “comunes”. ¿Sirve el conocimiento abstracto sobre un mundo en el que no vivimos? ¿Podemos generar los anticuerpos (metafóricos) si estamos afuera de ese mundo? ¿Debemos privarnos de los elementos evolucionados del mismo? Esos dilemas atravesará la familia Cash, en un periplo que combina emoción, tensión y humor de diferentes tenores.
Personalidades
Más allá del ritmo tranquilo, con su progresión, clímax y resolución (argumental y filosófica), aplicado por Ross, el que hace funcionar la máquina es Viggo Mortensen. El hincha de San Lorenzo tiene esa voz rara y esa facilidad para transmitir en el silencio que usó en sus colaboraciones con David Cronenberg, pero es también capaz de reírse y cantar. Y mete su aporte “argento” también: Ben Cash, entre sus costumbres extrasistémicas, toma mate. Como oponente, de estampa temible y carnadura humana, dueño de gran economía de recursos, aparece el veterano Frank Langella en la piel de Jack. Pero el principal contrapeso está en los chicos: George MacKay (un Bodevan en plena revolución hormonal), Samantha Isler y Annalise Basso (las intensas Kielyr y Vespyr), Nicholas Hamilton (el temperamental Rellian), Shree Crooks (la adorable Zaja) y Charlie Shotwell (Nai, el de las preguntas).
Kathryn Hahn le aporta a su Harper todo el amor de hermana y la mejor onda de ama de casa americana, mientras que Steve Zahn le pone el cuerpo a Dave, su bonachón marido; Elijah Stevenson y Teddy Van Ee completan la familia como Justin y Jackson, los pelmazos hijos de la pareja. Completan el reparto Trin Miller (Leslie en recuerdos y sueños), Ann Dowd (Abigail), la promisoria Erin Moriarty, con alguna andadura en la serie “Jessica Jones” (aquí como Claire, un interés de Bo) y Missi Pyle (Ellen, madre de la chica).
Como dijimos, el final tiene su lección, en la que no ahondaremos. Quizás podamos decir que si bien “no es signo de buena salud el estar bien adaptado a una sociedad profundamente enferma” (Jiddu Krishnamurti), el espacio de libertad viaja con nosotros, y el cambio sólo se pueda aplicar sobre un mundo que hagamos propio.