Canela

Crítica de Fernando G. Varea - Espacio Cine

Identidades en tránsito. “¡Créase o no, es un hombre!”, afirmaba escandalosamente la promoción de Testigo para un crimen (1963) para referirse a una tal Michelle, travesti estadounidense que actuaba en una escena de ese thriller erótico dirigido por Emilio Vieyra y protagonizado por Libertad Leblanc. Muchas otras referencias estigmatizantes y sensacionalistas eran habituales en esa época y en los años siguientes, en el cine, la TV y la vida cotidiana de los argentinos. Lenta, trabajosamente, travestis y transexuales fueron conquistando espacios, ganando respeto y conquistando derechos. En documentales recientes, que están dándose a conocer en distintas plataformas, dos realizadoras rosarinas abordaron la problemática, centrándose en conmovedoras historias de vida.
El laberinto de las lunas, producido y realizado por Lucrecia Mastrángelo (quien desde fines de los ’90 viene volcando sus inquietudes en cortos de ficción y documentales, generalmente ligados a problemas de la sociedad que necesitan ser visibilizados, como Sexo, dignidad y muerte: Sandra Cabrera, el crimen impune), expone los testimonios de dos travestis en proceso de adopción y de la madre de una niña transgénero, a los que integra la presencia de la artista y escritora Susy Schok, con sus reflexiones y poemas. Por su parte, Canela, se vive dos veces, escrito, producido y dirigido por la joven Cecilia del Valle (quien, después de estudiar cine y teatro en Buenos Aires, realizó el corto Dilemas de un abandono en cinco fragmentos y se dedicó a la docencia y la dirección teatral), documenta la nueva vida de una mujer trans, arquitecta en actividad, satisfecha por haber decidido dejar de ser Áyax y convertirse en Canela en plena madurez, mientras duda si intervenir quirúrgicamente su cuerpo o no.
El film de Mastrángelo es franco, directo y respira aire de barrio. Se habla de travas sin complejos y se muestra a esas mujeres haciendo los mandados por calles de tierra, atendiendo un humilde kiosco o compartiendo sencillas rutinas con sus hijos o parejas. Tiene también una intención claramente militante, no sólo porque de algunos testimonios se desprende información o frases que ruedan como eslogans, sino porque agrega imágenes de concurridas marchas y manifestaciones rebosantes de pancartas. En este sentido, el añadido de unos dibujos animados y niñas jugando –con una canción de fondo que habla de diversidad y de igualdad– parece innecesario, por redundante, acercando la propuesta a un film institucional. Su fuerte son las confesiones de sus retratadas, que ocasionalmente surgen mientras conversan con algún familiar o incluso entre ellas. En comparación con Gabriela (madre de la primera niña trans en obtener su DNI en nuestro país), a quien se la ve demasiado segura, tal vez acostumbrada a exponer en público sus conceptos, se ganan más fácilmente el afecto del espectador Maira, de vida y actitudes campechanas, y Karla, de clase media y serenos modales. Sus relatos deslizan anécdotas tristes o graciosas, que Mastrángelo sabe dosificar, con el plus de los dos únicos varones que cobran protagonismo en la película: el marido de Karla y el hijo de Maira. Dos grandes historias de amor asoman detrás de las elocuentes miradas y silencios de ambos.
“Nos creamos a nosotras mismas” sostienen las mujeres, deseando salir de las zonas en las que la sociedad las mantuvo durante mucho tiempo: las de las crónicas policiales, las curiosidades científicas o los chistes discriminatorios. A pesar de los recuerdos amargos de algunas de ellas, en El laberinto de las lunas prima un clima festivo, como si celebraran haber ganado una batalla (de alguna manera así lo fue), por eso una de las últimas secuencias es la de Maira organizando su cumpleaños Nº 50 como si cumpliera 15. Tal vez los mejores momentos del film estén en algunos gestos de la vida cotidiana registrados sin énfasis ni exceso de palabras, como la cariñosa charla de Maira con su hijo mientras comen una tarta en su casa.
A diferencia del documental de Mastrángelo, Canela, se vive dos veces se centra en una sola persona y agrega la presencia eventual de profesionales (un médico, una psicóloga), en intervenciones que no resultan forzadas y aportan observaciones relevantes. La protagonista en cuestión es una arquitecta cuya transformación física está en tránsito (“Me voy a jubilar antes de ser mujer” dice en un momento) y, mientras tanto, conversa de igual a igual con pintores, obreros o alumnos de la facultad donde da clases, especie de dicotomía que ya asoma al comienzo, cuando se la ve yendo de una ruidosa obra en construcción a una mercería. Canela no es avasalladora y, aunque las decisiones que ha tomado para sentirse bien implican no pocas dosis de audacia, se la ve relacionándose con quienes la rodean con cierto pudor, cuidando sus ademanes y riendo nerviosamente. La cámara es siempre respetuosa de su intimidad, como lo demuestra el momento en que la acompaña hasta su dormitorio sin ingresar más allá de la puerta.
Cecilia del Valle acierta al ir revelando cuidadosamente aspectos de la vida del pasado y el presente de Canela. Una antigua anécdota al ver El juego de las lágrimas (1993, Neil Jordan) o la aparición de algunos familiares –no conviene aquí adelantar quiénes– permiten conocerla un poco más, lo mismo que fugaces planos de fotografías de su niñez o juventud. Canela habla con propiedad de la arquitectura en Rosario o de los problemas económicos que le traería someterse a la operación que modificaría su cuerpo, a la vez que participa de un encuentro en un precario “centro de adoración a Jesucristo” (regido por una pastora), quizás más por necesidad de afecto que por una cuestión de fe. La delicada melancolía que desprenden escenas como aquélla en la que se la ve bebiendo en soledad una gaseosa con limón en un bar, se alterna con raptos de humor, imponiéndose la ternura en la mirada sobre este personaje entrañable y singular. Canela, se vive dos veces se cierra con una canción algo ingenua y la duda de cómo seguirá su vida: no es un cierre, en realidad, sino una puerta abierta a la posibilidad de sus decisiones, en su empeñosa búsqueda de felicidad.