Candyman

Crítica de Mariana Mactas - TN - Todo Noticias

Con más ideas visuales que narrativas, el relanzamiento del cuco Candyman, cuyo nombre mejor no pronunciar, se inscribe con el aporte de Jordan Peele en la línea que une al terror con la violencia racial. El director de ¡Huye! y Nosotros hace del Candyman una catarsis explícita: no es un hombre ni una sola entidad, sino la representación de años de discriminación, horror y sufrimiento de los afroamericanos oprimidos por los blancos. La dirección está en manos de una mujer, Nia da Costa, que escribió el guion junto a Peel y Win Rosenfeld.

Secuela del inquietante film iniciático, de 1992, con Virginia Madsen (cuya voz aparece aquí, como parte de un archivo), este regreso tiene como protagonista a Tony McCoy, un pintor exitoso con la carrera encallada, que parece repetirse a sí mismo hasta que le cuentan la leyenda urbana del fantasma Candyman, con la que se fascina al punto de inspirarle obra nueva. Pero si el temible espectro, que ofrece caramelos con hojas de afeitar, se invocaba por error en el pasado, a McCoy, (y a buena parte de los secundarios) por algún motivo, le parece buena idea invitar a todo el mundo a decir su nombre.

El argumento y las vueltas del guion cumplen la amenaza de ir por caminos más pueriles que originales, más previsibles que sorprendentes. Es una pena, porque, desde los créditos iniciales al revés, en los primeros segundos, la directora ofrece una inventiva que se disfruta y se agradece. Juegos de sombras, crímenes sangrientos en grandes planos generales, uso del fuera de campo, puesta en escena de ideas (políticas) que son tanto más poderosas en la imagen que en las palabras.

Un barrio marginal, abandonado por la codicia de la gentrificación urbana, que lo convertirá en zona de confort para el ABC1, vale como ejemplo. El lugar es un páramo alucinado, para el protagonista y el espectador, en el que se percibe la densidad de un pasado oscuro. Pero como si eso no fuera suficiente, ahí está el discurso, la “denuncia” que lo explica. Como si Candyman no se conformara con ser solo una película de terror (como si eso fuera algo menor), sino un vehículo para llevar el mensaje.