Candyman

Crítica de Ignacio Rapari - Cinergia

Una superficial reinterpretación ideológica que asusta poco y nada

La nueva versión de Nia DaCosta (Little Woods), escrita y producida por el redundante Jordan Peele, funciona como secuela -y a la vez reboot– de la película dirigida por Bernard Rose, basada en el relato “Lo prohibido”, de Clive Barker. No obstante, el único aspecto en común respecto a su antecesora espiritual (argumentalmente no tienen relevancia las secuelas de 1995 y 1999) es la apropiación nominal de esta perturbadora entidad.

Desde que se dio a conocer que Peele estaría involucrado en el relanzamiento de Candyman no resultaba extraño intuir las riendas que podría adoptar esta nueva película, programada inicialmente para ser lanzada durante el 2020 y postergada a causa de la pandemia. Desde Huye (Get Out) al día de hoy, el realizador consagró gran parte de su sello autoral en las denuncias sociales que proponía para sus obras (tanto como director o productor), aunque con el pasar de cada título, estas perdían sutileza y lugar para la interpretación de manera significativa. Candyman no es la excepción y a pesar de que la dirección estuvo a cargo de una interesante Nia DaCosta, los intereses de Peele son los que tienen mayor peso en la película, con el agravante de que, en esta ocasión, dichas inclinaciones optaron por resurgir a un antagonista que no requería contaminarse de relecturas huecas y que subestimen al público de manera despiadada.

La historia inicia situándonos en el año 1977, en el gueto de Cabrini-Green donde también transcurría gran parte de la película original. Este epílogo concede los primeros indicios de los nuevos conceptos que se abordarán durante el desarrollo y, además, confirma a priori la firma de Peele tras un hecho puntual que a pesar de no atentar contra el interés sí invita a temer por lo que pudiera suceder de allí en adelante.

Tras la mencionada introducción, la acción nos traslada al año 2019, pasada una década de la demolición la última torre Cabrini de pie, presentándonos a Anthony McCoy (Yahya Abdul-Mateen II), un artista que busca resurgir en las esferas más elitistas del mundo artístico tras una exitosa obra que parece no poder superar, y a su novia Brianna (Teyonah Parris), directora de una galería de arte y gran responsable de que Anthony pueda desenvolverse en ese mundo. Ambos llevan una vida burguesa en nuevos y lujosos condominios construidos en Cabrini.
Una noche, luego de que Anthony conozca a través de su cuñado el alterado mito urbano de Helen Lyle (Virginia Madsen en la obra original), el artista comenzará a investigar sobre Candyman con el fin de trasladar su historia a sus obras, decisión que claramente dará inicio al terror, o al menos a una sucesión de situaciones insulsas que intentarán responder por el género.

Hay vagas alusiones a The Fly (David Cronenberg, 1986), alguna similitud referencial con Velvet Buzzsaw (Dan Gilroy, 2019) y aislados homenajes al clásico de Bernard Rose, ya que en realidad dicha obra solo sirve como excusa para que la nueva Candyman transite por un camino completamente distinto.

Desde ya, es importante destacar que el problema no es reinsertar al personaje en un contexto actual, pero sí lo es hacerlo desprendiéndose de las notas fundamentales del icónico Candyman (son abismales las diferencias en ambas películas entre la elección de las víctimas y el porqué de sus muertes) y si la intención es brindar una propuesta que más que como entretenimiento, funciona como un manual didáctico del Black Lives Matter, independientemente de haberse realizado antes del asesinato de George Floyd.

En definitiva, es una pena que el regreso de este querido personaje por los amantes del género quede afectado por las cuestiones expuestas, más si se tiene presente que varias decisiones formales ejecutadas por la directora Nia DaCosta resultan sumamente atractivas. Sin lugar a dudas, hubiera sido conveniente nombrar a Candyman solo 4 veces para evitar un despropósito que asusta poco y satura mucho.