Candyman

Crítica de Ernesto Gerez - Metacultura

La redundancia que molesta

Lugar común: los realizadores no confían en las imágenes y por eso explican tanto. ¿Será? Por lo que se ve en esta continuación de Candyman (2021) y por lo que mostró Jordan Peele en Get Out (2017) y Us (2019) no creo que se pueda decir que esta gente no confía en las imágenes. Pareciera haber un laburo muy pensado y muy trabajado de lo que vemos y en muchas secuencias hay imágenes potentes que quedan, densas, desvaneciéndose de a poco. Incluso parece demasiado pensada y cuidada desde lo visual, pero no porque sus planos siempre hablen por sí mismos (los mejores son los de los créditos iniciales con los edificios dados vuelta que anticipan, entre otras cosas, el cambio de era), de hecho la palabra es mucho más predominante que en la primera. Podría tratarse de un cine, digamos, de situaciones -como lo puede ser un film con la dinámica actual de Marvel- y no de una película en la que lo preponderante sea lo narrativo a través de las acciones de sus personajes y cómo éstas son tomadas por la cámara; y es eso lo que no permite entrar al relato como alguna vez dijo Borges sobre la narrativa americana: límpidamente, y no tanto la verborragia explicativa. Es verdad que a Peele le gusta la declamación, “el mensaje” como se decía antes; ideas que no sólo pueden desprenderse de los planos sino que deberían, en el mejor de los casos, ser parte de ellos. Pero el guionista y productor Peele y la directora Nia DaCosta recurren, es verdad, mucho a la palabra, y que lo que se diga sea medio de trazo grueso, hasta puede ser una imperfección simpática dentro de un producto tan controlado como es en todo lo demás esta película.

La redundancia que por momentos molesta porque incomoda a la diégesis se la puede resumir con la escena en la que una chica con la remera de Joy Division comienza a hablar haciendo alusión a canciones de la banda (entre otras cosas, dice “love will tear us apart”) y el flaco que está con ella le dice “ok, ya sabemos que te gusta Joy Division”, ese chiste explicado es un poco el colmo del exceso pedagógico, el miedo de los realizadores de dejar a alguien afuera. El chiste de Joy Division se da en una galería de arte porque en esta secuela que ignora a las anteriores el protagonista es un artista plástico -Anthony McCoy (Yahya Abdul-Mateen II)- y Peele utiliza su discurso sobre todo para aludir y criticar los excesos policiales que gestaron el slogan Black Lives Matter, pero también le tira palos al esnobismo y a la frivolidad de la escena artística de una Chicago que es también el mundo. Hay un paralelismo entre las acciones del pintor protagonista y los realizadores, pero como el artista trasciende ese mundo banal, no hay lugar para la autoparodia; si se hubieran burlado del mundo del cine habría sido divertido pero tampoco hay lugar para la diversión sino para reflexionar sobre temas importantes y no le vamos a pedir a Peele o a DaCosta que sean tan geniales como Larry Cohen. McCoy es en varios sentidos lo opuesto a aquella Helen (Virginia Madsen) de la original: es hombre, es negro y no es un outsider de Cabrini-Green (la zona pobre de Chicago que ya en la original aportaba las críticas a la gentrificación) como lo era la rubia que llegaba para desmitificar, sino que es parte del mito y será parte fundamental de la tradición. Como en la original, la leyenda de Candyman será primero obsesión y luego ritual. El Freddy negro, como catalogó Peele a Candyman alguna vez, será nuevamente un juego de espejos pero esta vez cargado de las verdades que los realizadores no quieren que nadie se pierda.