Candelaria

Crítica de Juan Cruz Bergondi - EscribiendoCine

Importa más el mensaje que la botella

Jhonny Hendrix Hinestroza pretende con Candelaria (2017) meter el Caballo de Troya dentro de una historia de amor a la que le sobra ternura pero le falta la atención de su director.

En Cuba, según el diccionario, la obstinación también puede hacer referencia al tedio. No se trata sólo de mantener contra viento y marea una idea u opinión. Sería posible en esta isla del Caribe escuchar que la obstinación de una persona provocó obstinación en otra. Lo que se antoja pertinente es utilizar este caso curioso para describir lo que sucede cuando un director de cine se emperra en transmitir un mensaje sin contemplar quizá que no sólo de pancartas vive una película y que no hacen falta luces de neón para que la vista de los espectadores no se pierda el anuncio.

La intromisión del autor empírico también causa estragos en la vitalidad de la metáfora. Por lo general, la metáfora, cuanto más imprevisible es el camino que elige la traslación del sentido de una voz a otra para hacer surgir la comparación en la imaginación del receptor, es más luminosa. En cambio, si a uno le dan una guía donde lee al principio que toda ruina es comparable al país lo mismo que todo lo que no tiene remedio o la balsa al darse vuelta en medio de la huida hacia la esperanza, puede predecir sin dificultad que es importante entender una cosa: Candelaria habla sobre los desastres que dejó el comunismo de Castro y compañía.

Al borde de la indigencia, dos ancianos, Candelaria (Verónica Lynn) y Victor Hugo (Alden Knigth), trabajan como si tuviesen veinte años para vivir apenas un día más, y así al día siguiente. Tras el bloqueo internacional y la caída del muro de Berlín –y del comunismo soviético, pirncipal patrocinador de los revolucionarios de barba y uniforme verde militar-, cada uno en Cuba hace lo que puede, en medio del florecimiento del trueque, el ílicito y el trapicheo. El mismo día en que un disturbio toma las calles de La Habana, Candelaria, en el sector de lavandería donde trabaja, encuentra una cámara de video que se permite guardar sin decirle nada a nadie. Con la misma velocidad con que los avatares de la economía doméstica golpean la puerta de su casa, el hallazgo provoca un renacer de la sexualidad entre los dos y también algunos giros en las costumbres de su amor.

La recurrencia de los planos frontales termina por agotar, al igual que el uso de los discursos del primer ministro en la radio. No se trata de un programa, sino más bien de dejar librado al encanto que una historia entre ancianos pobres pueda suscitar el valor de la película. Está claro que hay dulzura pero a final de cuentas contaminada por una insistencia externa al cine. Si algunos montajes, tanto sonoros como visuales, pueden presumir al menos de ser ocurrentes, la dirección –que se traslada a los actores- ahoga la posibilidad de encontrar algo que se escape a un lineamiento forzado: uno tiene que contentarse con lo genuino de la vida de unos pollitos que andan por ahí. Candelaria, la película de Jhonny Hendrix Hinestroza, tiene buenas intenciones –en el caso de que uno pueda dar por sentado como suele ocurrir que a las intenciones del autor se puede acceder y que existe una vara para juzgar lo moral aquí- pero no alcanza.