Camino a Estambul

Crítica de Jesús Rubio - La Voz del Interior

Las mil y una noches

En la lista de actores que también se dedican a dirigir faltaba el nombre de Russell Crowe, quien por fin se decidió a pasar del otro lado del mostrador para tomar las cámaras. De origen y producción australianos, su opera prima se llama por estos lares Camino a Estambul (su título original es The Water Diviner) y si bien cuenta con algunos desaciertos, aprueba con tranquilidad gracias a algo que es clave en el cine: la pasión. En su primera experiencia como realizador, Crowe dirige con el corazón y se nota.

La película comienza en una trinchera en Gallipoli, Turquía, el 20 de diciembre de 1915, plena Primera Guerra Mundial. Después de siete meses de batallas, las tropas de los Anzac (aliados australianos y neozelandeses) son evacuadas. La alegría del bando turco es sólo un respiro momentáneo, ya que en la zona la guerra siempre está latente.

Inmediatamente después de este prólogo, y cuatro años después de la batalla de Gillopoli, Crowe nos ubica en un lugar desértico de Australia para presentarnos a Joshua Connor (interpretado por Crowe), un campesino buscador de agua que vive con su esposa alejado de todo. El contexto es el del Imperio Otomano, que está siendo descuartizado: los rusos quieren el Mar Negro; Francia e Italia quieren el Egeo; y en Anatolia, turcos y griegos están convirtiendo el lugar en un baño de sangre.

Connor deberá ir en busca de sus tres hijos desaparecidos en la batalla de Gallipoli. La culpa ya no lo deja dormir y quiere traerlos de regreso a casa para darles un entierro como corresponde. Para consolarse y recordarlos, lee Las mil y una noches todas las noches.

Camino a Estambul es una aventura de corte clásico adornada con paisajes muy bien fotografiados y con el necesario toque de romanticismo para hacerla más efectiva, ubicándose más cerca del cine analógico que del cine digital que domina la pantalla en la actualidad. La puesta en escena incluye una amplia paleta de colores con el objetivo de lograr el tono adecuado. Y la banda de sonido es un acierto que ayuda a reforzar las buenas intenciones del director neozelandés.

Ahora bien, la división del Imperio Otomano y la Primera Guerra Mundial son en realidad la gran excusa, un macguffin para contar la verdadera historia del filme, que brota como un manantial subterráneo, tan increíble que no se puede creer.

Con todas las cursilerías de chocolate Dos corazones de por medio, con ese café oracular que no hace más que confirmar lo que el destino ya había decidido, Russel Crowe compone una historia de amor con el personaje de la bellísima Olga Kurylenko que engancha desde el primer momento, cuando con un simple intercambio de miradas se dicen todo. Y la cierra con un tema lento de esos que dan ganas de bailarlo abrazados con el amor de nuestras vidas hasta que las velas no ardan.