Camino a Estambul

Crítica de Fernando López - La Nación

Russell Crowe, el director

Gallipoli no es sólo el nombre de la península turca que fue escenario de uno de los enfrentamientos más prolongados y brutales de la Primera Guerra Mundial, la campaña de los Dardanelos, que enfrentó a las fuerzas del Imperio Otomano con las de la alianza anglofrancesa que incluía al ejército conjunto de Australia y Nueva Zelanda (Anzac, según el acrónimo de Australian and New Zealand Army Corps) y que dejó un saldo de miles de muertos. Pero si bien la invasión de Gallipoli fue para los aliados un fracaso militar -la pérdida fue de más de 50.000 soldados, entre ellos 8000 australianos y 2700 neozelandeses- el nombre tiene en esos países otra resonancia: representa el símbolo de su identidad nacional, ya que esa experiencia bélica marcó su unificación como nación.

En el año del centenario de Gallipoli, episodio ya recreado en otros films, el más recordado de los cuales es el que dirigió Peter Weir en 1981, era natural que un libretista como Andrew Anastasios buscara una nueva forma de abordarlo y en eso estaba años atrás cuando descubrió en el informe de un corresponsal de guerra dos líneas referidas a un campesino australiano que había ido a Turquía un año después de la batalla para recuperar los restos de su hijo, desaparecido allí. Ningún otro dato. Así, junto con un veterano guionista, Andrew Knight, inventó la historia de Connor, el personaje que Russell Crowe eligió para encarnar y hacer su debut como realizador. En ese guión, la batalla sólo aparece en una sucesión de flashbacks y se alterna con una buena porción de aventuras, incluidas varias que dan cuenta de la sobrenatural condición del protagonista a la que se refiere el título original. Es un zahorí, es decir, una persona "a quien se atribuye la facultad de descubrir lo que está oculto, especialmente manantiales subterráneos", como dice el diccionario. (El film lo asume literalmente, aunque habría sido más sutil dejarlo en el plano de la pura metáfora.)

Sin apartarse de lo académico, Crowe se muestra bastante hábil para combinar la épica del conflicto bélico con tramos más intimistas, en especial la historia del padre que lucha contra todos los obstáculos para hallar los restos de sus tres hijos (a veces con el apoyo solidario de otros padres, turcos o no) y con una trama romántica (para eso está la bella viuda musulmana animada por Olga Kurylenko, que regentea el hotel de Estambul) y otras aventuras. Mientras esa relación progresa cada vez más azucarada y contribuye con el predominante tono melodramático del relato, se incorporan otros ingredientes. Si bien es perceptible la voluntad de manipular los sentimientos del espectador y las apelaciones a la emoción, la película busca evitar el maniqueísmo y está colmada de buenas intenciones. Además, hay una generosa dosis de atractivo visual, gracias a la fotografía del recientemente fallecido Andrew Lesnie (Oscar por El señor de los anillos) y a los espectaculares paisajes de Australia que contrastan con los escenarios de la Estambul de cuando todavía se llamaba Constantinopla (a veces deslumbrantes, a veces bastante recargados). El infaltable sabor oriental viene con el ejemplar de Las mil y una noches que el viajero ha llevado consigo y con la aparición de los derviches y sus incesantes giros, entre otros apuntes llamativos. La música también hace su aporte al énfasis.

Total que la acción abunda y el espectáculo sostiene el interés y algunas veces conmueve a pesar de que no faltan los estereotipos. También por eso y, obviamente, por su tema y por su tendencia al sentimentalismo, se comprende que el film haya sido en Australia un gran éxito comercial. Asimismo se entiende que, habiendo filmado en Turquía, el guión prefiera darle prioridad al drama individual y evitar hacer mención al genocidio armenio, lo que le ha valido comprensibles reclamos.