Calvario

Crítica de Diego De Angelis - La Izquierda Diario

Calvario (Calvary, 2014), la segunda película del director irlandés John Michael McDonagh, comienza con una escena por demás habitual: un sacerdote espera en un confesionario. Parece como si esperase leyendo, pues si bien no observamos ningún libro, el sacerdote conserva la mirada hacia abajo. Es cierto: podría estar reflexionando, o tal vez conversando con Dios –lo que no supondría, en su caso, diferencia alguna-. Sin embargo, de pronto, un hombre entra en el confesionario –en ningún momento lo vemos, pero sí lo escuchamos-, y es ahí cuando el sacerdote efectúa el inconfundible gesto del lector que con cierto fastidio marca el lugar donde suspende su lectura. Si estaba leyendo (hipótesis que nunca podremos confirmar y tampoco hace falta), no podría ser otra cosa sino la Biblia.

Es precisamente un epígrafe religioso el que anticipa la primera imagen del film; una sentencia de San Agustín: “No desesperes; uno de los ladrones fue salvado. No presumas; uno de los ladrones fue condenado". Acaso la sentencia que leía con gravedad el padre James (otra gran actuación de Brendan Gleeson, quien ya había protagonizado la película anterior de McDonagh; El guardia, 2011) antes que ese hombre lo interrumpiese para confesarle que fue abusado por otro sacerdote cuando era chico y para amenazarlo –sentenciarlo- con la muerte dentro de siete días. Él escucha la confesión apesadumbrado, en silencio, como un condenado que busca –y no encuentra- las últimas palabras antes de su sacrificio.

La escena es breve pero decisiva por su proyección narrativa, porque también presenta con sutileza el estilo despojado que el film sostendrá en su mayor parte -hasta la recta final, en donde desbarranca un poco y arruina a medias lo construido desde el principio-. El despliegue de unos pocos pero suficientes gestos alcanzará para significar el devenir desconsolado del protagonista, el cura de un pequeño pueblo de Irlanda que deberá en una semana encontrar una respuesta al crimen atroz que involucra en su conjunto a la institución que representa. He allí el fundamento de la historia: la búsqueda –inútil- de una palabra divina que logre con su eficacia hacer desaparecer un tormento insoluble. Durante siete días, el sacerdote caminará por las calles de su congregación y por sus ojos desfilarán otros personajes desdichados, cuya confianza en el Señor se ha perdido hace tiempo.

La segunda película de McDonagh configura un sosegado pequeño infierno, una comunidad de miserables que ostenta casi con orgullo la falta de fe y el cinismo, como si fuese la única reacción posible para evidenciar los horrores consumados en silencio por los perversos diablos vestidos de sotana. Y lo hace mediante una sobria disposición formal y narrativa. Tal vez sea por eso que sorprenda, e incluso decepcione, una resolución que por su aliento complaciente y lacrimógeno termina desvaneciendo la elocuencia de sus principios fundamentales. Al menos de su contundente secuencia inicial.