Cabeza de pescado

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

La habitación del hijo.

En estos días Cabeza de pescado representa una auténtica rareza: cine fantástico argentino. La película de Massacceci despliega en un blanco y negro virtuoso un mundo de ribetes distópicos cuyo inconsolable horror no se halla tanto en la vida gris y carente de esperanzas de una ciudad sin nombre sino, sobre todo, puertas adentro. Calvino es un hombrecito sin carácter cuyo oficio lo hace codearse con criaturas de lo más extrañas, la estrella de las cuales podría ser ese animalejo que tiene aspecto de pez emplumado y que aparece en los primeros minutos de la película: desde El aura hasta acá los taxidermistas no tienen paz, pero en este vago futuro de Cabeza de pescado hay toda clase de virus sueltos y la zoología parece menos una ciencia que una improbable reseña de taras y aberraciones animales varias. Encerrado en una pieza de la casa de Calvino está Nino, el hijo atacado por una extraña enfermedad degenerativa. Las cenas familiares en el hogar de Calvino y Stella son reuniones lúgubres en las que el matrimonio y la abuela apenas comen y en las que irrumpe puntualmente un ulular de sirenas que llaman al toque de queda y anuncian el corte de luz. Cada tanto, la esposa procede a inyectarse el brazo con un polvo que se licua sobre un platito al calor del fuego como si fuese heroína. Única cosa dotada de color en la película, como los pececitos peleadores en La ley de la calle, la droga es verde y se llama, sin mucha imaginación, “green”. El green viaja en una bolsita. Un tipo se la vende a Calvino dentro de un auto y el atribulado taxidermista se la lleva a la mujer, que se abalanza con avidez sobre su contenido. Los horrores se acumulan en Cabeza de pescado. Stella aparece cada vez más estragada por el uso de la sustancia verde mientras los chirridos y gorjeos detrás de la puerta de la habitación de Nino se intensifican: el espectador no ve nunca ese rostro presuntamente deforme y el escamoteo acrecienta la sensación de alarma. Mientras, la televisión expone las fallas de una sociedad del futuro como un loop abominable.

Un día cualquiera, delante de un misterioso personaje que agoniza en la habitación de un hospital fantasma, Calvino se encuentra con Rosy. Chico conoce chica. En el universo del fantástico Clase B de Cabeza de pescado irrumpe el melodrama, también Clase B. Así, los dos personajes tienen heridas: como es literal con el green, la película también lo es con la pobre Rosy, que en cada aparición muestra el rastro de un golpe diferente proporcionado por su marido, también ausente para el espectador. Las charlas amorosas de la pareja no tienen desperdicios, no necesariamente por los motivos correctos: entrelazados en la cama los dos, ella deja caer una lágrima por su mejilla mientras refiere una anécdota en la que, siendo una niña de pocos años de paseo con sus padres, los pierde de vista y se cree abandonada, no sabe si para siempre. El relato de Rosy termina con esta frase increíble: “por suerte al final me encontraron, llorando sola al lado de un enano de jardín”. El texto no parece un chiste (no hay el menor rasgo de parodia alguna en Cabeza de pescado y parte de su callada nobleza proviene incluso de su gravedad a veces bastante forzada) pero a la vez no puede ser del todo en serio. La película de de Massacceci es como uno de esos animalitos con los que trabaja Calvino. Su extraño ensamblaje puede hacer que por momentos parezca risible. Un zoom desaforado sobre el rostro demacrado de Stella viene a horadar toda posible virtud de la Clase B: aquí no se trata de filmar bien y rápido sino de dejar que florezcan las anomalías. Cabeza de pescado parece consustanciarse secretamente con su objeto al tiempo que enmascara su ambición en el horizonte de lectura del género.