Caballo de guerra

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

No direction home

Debajo del clasicismo desequilibrado de Spielberg –siempre menos una contingencia que un aliento remoto, una invocación subterránea hacia la que sus películas parecen inclinarse, como sobre una cadena de recuerdos en la que los primeros eslabones aparecen desdibujados en relación con la feroz vitalidad contemporánea del capítulo adulto de su cine– lo que parece haber en juego esta vez es una melancolía a escala superior: todo elemento “clásico” luce ostensiblemente falso en Caballo de guerra. Pero ese carácter irreal es cincelado como si se tratara de obtener de allí un brillo de oropel, un evidente fasto destinado a cubrir con un dejo de fábula entrañable lo que hay en el medio. Entre el prólogo que desborda bucolismo, con imágenes de una vida dura que se lleva con sencillez y cósmica resignación –las diferencias de clase y la discreta crueldad de los patrones son tan corrientes y esperables como el cambio de las estaciones–, y el epílogo, que reúne a la familia contra el fondo pintado de un atardecer rojo fuego, como una estampita en technicolor, el director americano parece enmarcar lo que es el núcleo de la película.

¿Y qué hay en el medio de Caballo de guerra? ¿En qué consiste ese centro alrededor del cual se teje un breve melodrama de pérdida, búsqueda y reparación? Lo que se encuentra allí es el absurdo, un caos intransferible de oscuridad y sinrazón. No porque la guerra deba serlo per se, sino porque lo impone en términos estrictamente narrativos la visión aterrorizada de un inocente llamado Joey, nada menos que el caballo del título, que parece operar a modo de proyección sensible de su dueño (un campesino adolescente), un extraño en medio del campo de batalla que observa estupefacto y temeroso lo que ocurre a su alrededor, de la misma manera que el afable mostrenco de E.T. se encargaba en parte de relevar con una mirada externa y virginal las costumbres de la clase media norteamericana de los suburbios.

Inglaterra entra en la Primera Guerra Mundial y Joey es destinado a la caballería británica. La separación es dolorosa pero Spielberg, a pesar de las inevitables emanaciones pedagógicas de la música de John Williams, ajusta en esta oportunidad las emociones a un mínimo indispensable. En su primera intervención, el animal es capturado por los alemanes. Los “boches”, en la línea del relato bélico clásico de Hollywood, exhiben un plus de crueldad respecto de sus contrincantes ingleses. Sin embargo el director, con gran habilidad, lo carga a la cuenta del ingreso progresivo de Joey en una espiral ascendente de terror, violencia y extrañamiento. La mayor parte de Caballo de guerra está destinada a un maremágnum de escenas bélicas que corta el aliento: hipnóticos paisajes nocturnos en llamas, de una belleza abstracta, son la coronación luctuosa del hundimiento de la subjetividad en un infierno de imágenes sin sentido, ensimismadas y autosuficientes.

Más tarde, cuando su edad lo habilita, el chico consigue ser reclutado y marcha también al frente de guerra. En el momento en el que confluyen el animal y su antiguo dueño en la misma línea de trincheras, el joven se queda ciego al ser alcanzado por el gas enemigo y la película describe, con gracia y fluidez melodramáticas, la naturaleza intercambiable de los dos. Es el caballo el que sigue mirando, sus ojos son también los del chico. Lo que muestra Spielberg es un defasaje atroz, la mirada extraviada sobre un horizonte enloquecido, que arde de miedo y de una desdicha que apenas alcanza a nombrarse: en Caballo de guerra no queda lugar para una improbable épica porque no hay héroes sino, apenas, seres arrancados con brutalidad de su estado de inocencia. Para Spielberg el clasicismo es el hogar. Pero resulta que ya no hay hogar, como no sea de cartón pintado.