Buscando a Panzeri

Crítica de Sebastián Rosal - A Sala Llena

En uno de los grupos de whatsapp de los que formo parte, compuesto en su totalidad por futboleros de buena ley, gente en los cuarenta, como yo, hago la pregunta: “¿conocen la frase `Fútbol. Dinámica de lo impensado´? ¿Saben quién la dijo o a qué pertenece? No vale googlear”. La respuesta es similar y unánime. Todos saben que su autor fue Dante Panzeri. Todos saben que fue periodista deportivo. Todos saben, también y por diferentes fuentes, que es el título de un libro escrito por él; alguno que otro detalla que escribió en la época de oro de El Gráfico. Ninguno de ellos leyó el libro. Yo, que unos días atrás bien podría haber respondido exactamente de la misma manera, tampoco. Es que Panzeri se ha convertido con el paso de los años en uno de esos personajes más mentados que conocidos, una sombra coronada por laureles a los que el tiempo fue difuminando, un fantasma invocado con asiduidad aunque nunca se sepa bien por qué razones. El hechizo irresistible de ese título, su musicalidad, (como bien apunta uno de los tantos entrevistados en la película) funciona al mismo tiempo tanto de leitmotiv, latiguillo o cliché siempre a mano como de obturador del interés por profundizar en su obra escrita, como si la elocuencia bella y sintética de la frase fuera al mismo tiempo puerta de entrada y muro de contención. Sobre ese centro al que el paso del tiempo fue vaciando se instala Buscando a Panzeri. A partir de ese enigma, que es también un rompecabezas, inicia su pesquisa, para devolver así a la luz su pensamiento y su ética.

“Al periodista deportivo le cabe la obligación de pensar. Su misión en la sociedad es sociológica y pedagógica, no escenográfica”. La frase, rescatada de algún viejo archivo y pronunciada en off por el propio Panzeri, se escucha en los primeros instantes de la película y tiene tanto la contundencia de un mazazo como el brillo cegador de un aerolito fugaz. Que haya sido pronunciada hace décadas ilustra la idea de que su autor fue un adelantado a su tiempo. Y que irrumpa así, de manera intempestiva y primeriza, instala en primer plano un espacio y un tiempo lejanos, perdidos podría decirse, cuyos alcances, bajo la forma de una proclama, se infiltran en los vericuetos del que fuera su oficio puntual para extenderse sobre determinados aspectos del mismo. Y es que, inevitablemente, a más de cuatro décadas de su muerte, sus ideas retornan como una fuerza arrolladora, visto el estado actual de una profesión, de esa profesión, que parece empeñarse (salvo por honrosas excepciones) en descender progresivamente hasta los límites de la abyección y la venalidad. Panzeri ejerció su oficio desde comienzos de los 50 hasta su temprana muerte, un mes antes del comienzo del Mundial 78. Escribió en numerosos medios, muchos de ellos muy populares, muchos de ellos no específicamente deportivos. Fue editor de El Gráfico; fue intransigente, incorruptible, lúcido. Fue, a su manera, genial, alguien que entendió que en el fútbol se libraba una batalla que excedía a la de los 22 jugadores en el campo; si se quiere, tal vez haya sido el primer periodista que pensó el deporte desde una perspectiva cercana a la de los estudios culturales, pero sin caer en el academicismo estéril ni dejar de entenderlo como un fenómeno al mismo tiempo sofisticado y popular. Sus enemigos fueron los dirigentes inescrupulosos, los masajistas y kinesiólogos que se colaban en la foto de los equipos en los días de partido, los técnicos que se ponían por delante de los propios jugadores, la búsqueda del triunfo sin importar los medios; en definitiva, la instalación fatal del fútbol como un mero espectáculo.

Un mérito de la película es hacer hincapié en ese dato y entender que el interés de Panzeri reside en sus ideas tanto como en iluminar a la que fue una figura a caballo entre dos mundos. Una voz solitaria en el desierto. A su manera, un nostálgico del futbol como una de las bellas artes, de una época en la que la poesía del balón prescindía de pizarrones y tácticas obsesivas, de métodos de entrenamiento científicos y de un terror casi metafísico por la derrota, de representantes, vicios enquistados y corruptelas varias. A todas esas prácticas las denunció sin pausa y mirándolas de frente, yendo contra viento y marea contra todo y todos. Buena parte de esas batallas (contra Bilardo, Zubeldía, el Gordo Muñoz o Alberto J. Armando, entre muchos), así como los pormenores de su vida familiar, son encarados por el propio Kohan Esquenazi (encargado, también, de la reedición de su libro, agotado por décadas), devenido amable detective que le pone el cuerpo al asunto, mientras entrevista a numerosas personajes públicos y no tanto que lo conocieron, lo admiraron, se sintieron influenciados por él. Ese devenir encuentra un límite que envuelve como una sombra a la película y que actualiza un problema que abarca a buena parte de la historia de la televisión, porque Buscando a Panzeri es también la historia de un agujero negro, evidenciado al toparse, de manera indefectible, con la precariedad del archivo televisivo, lleno de abismos, de restos siempre parciales de una memoria ya irremediablemente perdida. Con paciencia, momentos de genuina emoción (los testimonios de su mujer e hijos, de los amigos fieles de toda la vida) y otros en los que surge una extraña empatía (la que genera conocer muchas de sus luchas quijotescas), lo que asoma es la auténtica dimensión (un pequeño acto justicia, al fin) de quien fue también, a su manera, un héroe clásico, alguien dentro de quien conviven el honor, la tragedia y la gloria de las convicciones irrenunciables. Como ocurre, también, con los héroes clásicos, la suya es una historia de causas perdidas, con su carga insoslayable de soledad infinita.