Bus 657: El escape del siglo

Crítica de Roger Koza - Con los ojos abiertos

Otra película incomprensible con Robert De Niro, otro título que pasa por una sala bajo la égida de este actor que convence misteriosamente a multitudes.

Los distribuidores desconocían el recato y lanzaron la hipérbole como si la película fuera la última maravilla del género. Bajo las reglas del marketing, están en su derecho. Así, inescrupulosamente, bautizaron a una película mediocre (cuyo título original, Heist, es al menos preciso como descripción del relato, tan solo un robo a mano armada) e instauraron la promesa de una fuga digna de reclamar una época para sí.

El atraco en cuestión tiene lugar a los 25 minutos; sin duda se trata de un guión expeditivo, llevado adelante con la inventiva visual y el concepto sonoro que puede esperarse de un aficionado. Las cuatro panorámicas iniciales sobre la ciudad de Mobile, Alabama, una de ellas un plano cenital sobre el bus protagónico seguido inmediatamente por un plano medio en el que se ve a una mujer embarazada esperando el transporte, constituye la forma elegida para entrar en este universo de ficción. El apresuramiento narrativo es un indicio de torpeza; introducir al público en un filme es un arte que ya pocos practican y en el que casi nadie repara.

El primer tiro se oirá en segundos y, como es de esperarse, los ladrones protagónicos se subirán al vehículo. De ahí, para atrás. Es la hora del flashback para explicar quiénes son los asaltantes y cuáles sus razones, y a quién y a qué institución se ha perjudicado. Todos los personajes son temerariamente estereotipos: el mafioso y su mano derecha, la policía buena, el policía corrupto, los ladrones; ni los rehenes del transporte público se salvan. La trama, además, incluye un costado sentimental, lo que obliga a sumar otro personaje piadosamente caricaturesco: una niña que padece cáncer. Digámoslo así: si un cineasta no se distancia del estereotipo, su filme no será otra cosa que una intercambiable calcomanía en movimiento.

Es de suponer que el interés de este filme pase por la presencia de un actor inmerecidamente venerado: Robert De Niro. Nuestro reconocimiento frente a sus papeles de antaño es indudable, pero de los 107 que tiene en su haber habremos de encontrar una gran mayoría muy parecidos a Pope, el violento dueño del casino que esgrime orgullosamente sus principios: frente a los negocios, cualquier atisbo sentimental debe quedar afuera. En efecto, Pope es un hombre de “principios”, y a juzgar por la carrera del talentoso actor, los principios que el personaje racionaliza parecen ser involuntariamente los del intérprete.

El tercer filme de Scott Mann pasará a esa fosa común imaginaria en la que descansan las películas hechas sin convicciones. De ella solamente puede sobrevivir una intuición: Jeffrey Dean Morgan, el padre de la niña moribunda y el buen ladrón, está para hacer, alguna vez, una gran película. Como progenitor, no solamente soporta las humillaciones de un sistema médico siniestro que pone en riesgo la vida de su hija, sino que también aligera con aplomo un bodrio mecánico.