Buenos vecinos

Crítica de Emiliano Fernández - A Sala Llena

El sistema educativo hollywoodense.

En muchas ocasiones al momento del análisis de los productos del “sector fecalofílico” de la industria se tiende a confundir ficción con documental, homologando la representación de determinado tópico por parte del mainstream norteamericano con la praxis concreta, el devenir del sustrato temático de turno en la realidad. Contextualicemos la hipótesis con la ayuda de un ejemplo circunstancial: que Hollywood considere que todos los estudiantes universitarios estadounidenses son unos imbéciles alienados no quiere decir que de hecho lo sean, por más que encontremos una y otra vez esta “concepción” en una catarata de propuestas insufribles que retrasan décadas en lo referido a un “destape” por hoy vetusto.

Por supuesto que estamos pensando en Buenos Vecinos (Neighbors, 2014), el último mamarracho de la lista, en esta oportunidad combinando la “comedia de fraternidades” con la centrada en conflictos entre moradores contiguos. Sin el más mínimo dejo de sutileza, inteligencia u originalidad, la enorme torpeza del film sólo consigue poner al descubierto el óxido detrás de las fórmulas y la incapacidad del realizador Nicholas Stoller para escapar de los clichés y aggiornar dos subgéneros que tienen su obituario escrito desde hace tiempo. Si bien aquí no hay ánimos de remake, hubiese sido interesante que se tuviese en cuenta a la maravillosamente enajenada película homónima de 1981, el opus final de John Belushi.

La anodina trama se focaliza en los problemas que Mac Radner (Seth Rogen) y su esposa Kelly (Rose Byrne), la típica pareja de atolondrados con una bebé de pocos días, tienen con sus nuevos residentes de al lado, el clan Delta Psi Beta y su presidente Teddy Sanders (Zac Efron), un bobo obsesionado con la organización de la fiesta “más grande de la historia” con vistas a quedar inmortalizado en un muro de reventados por el alcohol y demás “héroes”. Lo que debería ser una escalada de agresiones símil humor negro nunca llega más allá de una farsa inofensiva y hueca, que para colmo aburre desde el inicio en función de chistes malogrados y ese tono inmaduro estándar destinado a captar al público adolescente.

Así como el “sistema educativo hollywoodense” pretende crear un ejército de infradotados que se sientan identificados y celebren la levedad conformista, sostenida a su vez en ídolos “excretados” como el insoportable Rogen o el “infante Disney” Efron, la obra queda atrapada en un círculo de idiotez inconducente en el que la ensalada de lugares comunes y el desconocimiento absoluto de la dialéctica de la ironía provocan indiferencia y/ o hastío, en especial gracias a la unidimensionalidad de los protagonistas y un relato que se pasa de previsible. Alguien debería avisar a los productores aniñados actuales que el “orden explícito” de la comicidad ya sabe a rancio y se acerca al colapso discursivo definitivo…