Buenas noches, España

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

La resistencia

Hay películas solitarias y modernas. No siempre, aunque muchas veces, las dos cosas se dan juntas. Raya Martin se ha dedicado rápidamente a convertirse en un especialista en la clase de películas cuyo carácter solitario está determinado de modo fatal precisamente por su modernidad. Buenas noches, España parece trasladar al Viejo Continente el dispensario de preocupaciones formales e ideológicas del director bajo la forma de un sorprendente trip a cargo de una pareja de enamorados errantes: la película juega con fuego y despliega sin miramientos sobre los protagonistas una mirada radical que por momentos la acerca a la experiencia de algunas formas anacrónicas del videoarte. Martin inunda la imagen de colorinches, ruidos, deformaciones, filtros. Cada plano de Buenas noches, España luce como un gesto de desafío e ironía sutil, una esgrima feroz del medio cinematográfico con la variedad de sus recursos estilísticos y una puesta entre paréntesis del propio discurso: de ahí, acaso, es que surge la obstinación irónica que parece animar las intenciones del director, como si cada segmento de la película se señalara a sí mismo con el dedo.

Como otras veces, el director filipino se arroja decididamente a la busca de un sentido original del cine que resulta engañosamente simple: en realidad, el conmovedor primitivismo de la película pone en cuestión el estatuto de las imágenes liberadas de sujeción ideológica, y una parte importante de su cine podría ser el intento de reestablecer el lugar de la imagen como el producto de una matriz en la que operan fuerzas en pugna cuya carga política no parece nunca dejar de estar presente. Martin siempre aparenta ser menos lúdico que político y Buenas noches, España no es la excepción: sus películas no son del todo alegres –no juegan a menos que sea como contrapartida de reencauzar una y otra vez la dirección del relato hacia alguna forma de autoconciencia en la que el placer puro cede ante la extrañeza y los breves, abruptos golpes de iluminación que se descargan sin tregua sobre el espectador. Sus decisiones formales desconciertan por la vía de confrontarnos con nuestras certezas adquiridas e insisten en traer al frente los ecos de cines pretéritos, hilachas, voces rotas vueltas a ensamblar en los que la historia del cine se constituye en el territorio donde es posible leer los trazos de su propia construcción como discurso. Los planos de la película se retuercen o giran en perturbadores loops con el acompañamiento de sonidos de guitarras distorsionadas e intrigantes efectos electrónicos de vanguardias pasadas.

Martin construye una pareja burguesa arquetípica que viaja y confronta su bagaje anímico con el paisaje de rutas solitarias y de una naturaleza enigmática que lo mismo podría pertenecerle a España como a algún planeta lejano. Más tarde, el director ensaya gélidos pasos de comedia absurda cuando los protagonistas llegan a un museo en la ciudad de Bilbao y se dedican a recorrerlo y a imitar con irreverencia las posturas de algunos de los cuadros exhibidos. No hay diálogos en la película, tan solo unos pocos intertítulos que parecen establecer un marco de perplejidad mayor aun: Buenas noches, España hace gala de una rara belleza, una fuerza elusiva e intermitente que hay que bucear en la ausencia de un sentido completo aparente, tanto como en el desquicio hipercontrolado de su sintaxis, en sus sonidos agresivos, en sus abruptos virajes de color y en la velocidad de sus planos. Pilar López de Ayala, una de las mujeres más hermosas del mundo, pocas veces lució su rostro con tanta autoridad y desapego a la vez, integrándose al conjunto como el elemento emotivo diferencial de la película con el mero trámite de transitar por sus planos extrañados. El director entrega un puñado de situaciones e imágenes perdurables que parecen representar el intento rotundo de que un cine en permanente estado de provocación e incertidumbre sea otra vez posible.