Buena suerte, Leo Grande

Crítica de Ezequiel Boetti - Página 12

"Buena suerte, Leo Grande": viejos mandatos, nuevos paradigmas.

El cuarto largometraje como directora de la australiana Sophie Hyde construye su punto de vista de la misma manera que los protagonistas cimientan una confianza mutua: con simpleza y naturalidad.

La coyuntura sociocultural, con las mareas verdes feministas esparciéndose por todo el mundo, hizo que la industria audiovisual haya puesto su maquinaría al servicio de varias series y películas, tanto ficciones como documentales, con tramas que orbitan alrededor de las diferentes luchas de las mujeres. Luchas que van desde la legalización del aborto hasta el reclamo contra la violencia de género, pasando por la búsqueda de igualdad laboral –se sabe que las mujeres cobran menos que los hombres por un mismo trabajo– y un vínculo con el cuerpo liberado de tabúes y mandatos. Con paso por los festivales de Sundance, Berlín y Tribeca, Buena suerte, Leo Grande es parte de esa tendencia, abrazando este último tópico con sutileza y una bienvenida voluntad de entender antes que juzgar. Parafraseando el memorable discurso de Pino Solanas durante el primer tratamiento de la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo en el Senado, la película hace del goce no algo prohibido o pecaminoso, sino un derecho humano fundamental.

Si el problema de la mayoría de esas series y películas pasa por la bajada de línea y un posicionamiento ideológico gritado a los cuatro vientos, cuestión de que al más desprevenido de los espectadores le quede claro que comulga con la empoderación femenina, el cuarto largometraje como directora de la australiana Sophie Hyde construye su punto de vista, el lugar desde donde observa el mundo, de la misma manera que los protagonistas construyen una confianza mutua: con simpleza y naturalidad, apostando por la fluidez antes que por las imposiciones. Y eso que Nancy (Emma Thompson, tan perfecta que parece no estar actuando) y Leo (Daryl McCormack, el Isaiah Jesus de la serie Peaky Blinders) tiene poco y nada en común.
Ella es una docente viuda hace dos años, tiene dos hijos que hace rato abandonaron el nido y su vida sexual no ha ido más allá de encamarse con su marido durante 31 años, siempre en la misma posición y sin nunca jamás haber llegado al orgasmo. “Ni con él ni sola”, aclara. Él es un trabajador sexual joven cuya sonrisa entradora esconde la tristeza por un vínculo distante con su familia, una subtrama que no termina de cuajar y con la que el guion de Katy Brand intenta embadurnarlo de fragilidad. Sus destinos se unen cuando Nancy contrate los servicios de Leo para pasar un buen rato en la habitación de un hotel donde transcurren casi la totalidad de los 97 minutos de metraje.

Lo hace, en principio, sin saber muy bien por qué, como demuestra la timidez con que recibe al invitado. Un invitado proveniente de un universo muy distinto y por el que sentirá curiosidad y avidez por comprenderlo. Comprender es un término clave de Buena suerte, Leo grande, pues las charlas –que van de los típicos intercambios de rigor a la intimidad más sincera– revelan un choque interno entre los deseos de ella y los mandatos sociales seguidos a rajatabla durante toda su vida por razones que tanto Nancy como Leo y la película intentan entender antes que juzgar. Porque Nancy no es una mujer conservadora sino una nacida, criada y educada bajo paradigmas muy distintos a los actuales. Un paradigma que ella derribará a fuerza de placer, auto descubrimiento y la reconciliación con su cuerpo, tal como demuestra una última escena cuyos ecos quedan resonando en la cabeza un buen tiempo después de que terminen los créditos.