Boca de pozo

Crítica de Guido Pellegrini - A Sala Llena

Boca de Pozo, de Simón Franco, sigue las peripecias de Lucho, un trabajador petrolero interpretado por Pablo Cedrón. Al contrario de lo que uno podría esperar a partir de la sinopsis, la mayor parte del metraje está dedicado al tiempo libre del protagonista, no a sus horarios laborales. Su rutina es resumida en breves tomas: vistas panorámicas de la torre petrolera, que domina el paisaje rural, y planos detalle de la columna o sarta de perforación, que se alarga progresivamente con nuevos tramos de caño. La función de estas imágenes es descriptiva. Es decir, muestran la duración y monotonía del trabajo, sin emularla o reproducirla en la pantalla. A modo de comparación, films como La Libertad, de Lisandro Alonso, y La Isla Desnuda, de Kaneto Shind?, registran minuciosamente cada movimiento de sus leñadores o pescadores. Franco, en cambio, cuenta otra historia: no la de un cuerpo que trabaja, sino la de un cuerpo que no sabe cómo descansar luego de trabajar.

Terminadas las escenas introductorias en el yacimiento, la trama se muda a una ciudad cercana, donde viven los “boca de pozo”, apodo que reciben quienes se ocupan de perforar el suelo. Descubrimos otra faceta de Lucho, la de mujeriego y drogadicto. Lo seguimos mientras recorre, en su auto, distintos puntos de interés: la villa miseria donde compra cocaína, el club nocturno donde se emborracha, el casino donde despilfarra su dinero en máquinas tragamonedas y la suntuosa casa de una prostituta. También almuerza con su madre, con la que apenas habla, y escucha los reproches de su esposa, quien le recrimina que malgaste su sueldo.

El proyecto de la película y su estética resultan algo predecibles. Franco, generalmente, se limita a filmar primeros planos o planos medios, a menudo con una profundidad de campo corta para aislar a sus personajes del mundo. Lucrecia Martel, en La Mujer sin Cabeza, ensayó algo parecido, pero de manera extrema y experimental. Boca de Pozo es más amable y visualmente repetitiva. Pocos son los momentos que desorientan o sorprenden (salvo excepciones, como cuando el rostro de Lucho, sobre el escenario de un boliche, flota ante un fondo abstracto de luces de colores). Se nota cierta ausencia de imaginación cinematográfica. No falta profesionalidad, pero tampoco sobra ambición.

De todos modos, esta pobreza de estilo es quizás deliberada. El film es un pequeño fragmento de vida y sus últimos minutos sugieren una historia cíclica, un camino sin rumbo para Lucho. El protagonista, como insinúa el título, es definido por su oficio, pero no lo vemos tanto en acción como en reposo. Los efectos de su trabajo, de sus días largos, del ruido insoportable de la maquinaria, no los descubrimos in situ. Lo hacemos después, cuando Lucho intenta organizar su descanso, construir sus relaciones afectivas, comunicarse con su madre o su esposa y usar su dinero. Incluso, cuando habla con los demás, Lucho tiende a exagerar sus muecas de fastidio y cansancio, como si fueran gestos automáticos. Es el retrato de un hombre que perdió la capacidad de gobernar hasta su propia expresividad. Es en esto que notamos la huella, la cicatriz, de ser un “boca de pozo”.