Blue Jasmine

Crítica de Javier Porta Fouz - La Nación

Cine enfocado, certero, fluido, incisivo. Director enfocado. Casi como una respuesta al personaje fuera de foco de Los secretos de Harry (1997), una película maligna que verbalizaba el veneno, en Blue Jasmine hay una claridad visual que mediante la luminosidad del ambiente y la de la protagonista trafica una amargura comparable a la de una de las obras cumbre del director: Crímenes y pecados (1989). Esa película ha sido elegida de forma recurrente por Allen como faro de su carrera de las últimas décadas, y a su pesimismo intentó volver en sus tragedias londinenses a la postre farsescas y falsas, desdeñosas y sobreexplicadas: Match Point y El sueño de Cassandra .

Blue Jasmine es una película resplandeciente: resplandece su protagonista, Cate Blanchett, en absoluto estado de gracia. Ella y Allen proponen algo especialmente osado: volver al estatuto de actriz inapelablemente hermosa, de atractivo fuera de duda, y no mediante una construcción publicitaria y clipera.

Blanchett es subyugante no gracias a ángulos de cámara velozmente cambiantes que la favorecen y la falsean: es subyugante mucho más allá de la cámara, hasta parecería no necesitarla.

Blanchett es una deidad. Una deidad caída en este caso: una mujer acostumbrada a la riqueza que lo ha perdido todo. La película empieza con un relato tragicómico de esa pérdida, en forma de monólogo sufrido por una compañera de viaje, una señora a la que se le nota la permanencia del dinero. Jasmine (nom de guerre) ha accedido a la riqueza y/o al amor con su marido, que ya no está más para ella. Para la película, él estará en numerosos flashbacks que irrumpen con frecuencia y con cierta violencia. Es la vida anterior, es una vida que Jasmine ha perdido, y esa pérdida es un shock constante. No más techos altos de departamentos de edificios antiguos, casa en Los Hamptons, viajes a Europa, consumo sin límites en Nueva York, el roce del dinero con el dinero. Su marido es la seducción constante en el amor y en los negocios. Es el enorme Alec Baldwin, un actor que cuando dejó de ser galán joven pasó a ser un intérprete de una perfección descomunal. En Blue Jasmine sabe que no es el centro magnético (no hay manera de competir con Blanchett), y esos flashbacks lo ubican tras un velo misterioso que la película termina de descorrer al final, en una revelación que está lejos de ser una vuelta de tuerca: es lógica y aporta una nueva luz a los juegos conceptuales manejados a la perfección: dinero y pasión (enfermiza) se mezclan de forma indisoluble.

Jasmine, al perderlo todo, pierde también la capacidad táctica, sólo le queda la estrategia general. Y en los juegos del amor y el dinero (o del amor al dinero) todo puede decidirse en detalles aparentemente ínfimos, pero cruciales. Jasmine cambia de costa, del este al oeste de los Estados Unidos (con el peso que ese viaje siempre tuvo en el cine de Allen), y pasa a convivir con su hermana, que se casó mal. La hermana es Sally Hawkins, de Happy-Go-Lucky , de Mike Leigh, y también está perfecta. Pero entrar en cada ángulo de Blue Jasmine y evaluarlo de forma superlativa es redundante.

De todos modos, sería en extremo injusto no señalar la gran cantidad y variedad de humor (se incluye el incómodo y el cargado de crueldad), la estructura que permite el cambio de perspectiva y de tiempos sin afectar la tersura narrativa, el entramado temático notablemente resistente en su elasticidad y profundidad.

Blue Jasmine es una película de un nivel al que no se suponía que Allen regresara luego de sus simpáticas excursiones turísticas por Barcelona, París y Roma. A las objeciones de que el director hace demasiadas películas, Allen responde este año que la práctica hace la perfección.