Blondi

Crítica de Ezequiel Boetti - Página 12

"Blondi": insensatez y sentimientos

Fonzi propone una aproximación frontal y sin malicia a los problemas de una familia con plena consciencia de sus limitaciones.

Los realizadores nacionales de ficción suelen interesarse más por las acciones de los personajes que por los mecanismos internos que las generan, como si cada hombre y mujer en escena tuviera que ser perfectamente legible. Pero cada tanto hay excepciones, cortesía de quienes ponen los ojos –y los oídos, porque lo excepcional es también que se “hable” en lugar de “decir” cosas– en gestos, actitudes, silencios y elecciones de palabras casi invisibles (o inaudibles) que individualmente podrían pasar inadvertidas. Sin embargo, al encadenarlas sucede la magia: dejan de ser criaturas imaginadas por un guion para convertirse en seres de carne y hueso enfrentados a escenarios que de extraordinarios tienen poco y nada. Así ocurría en Las buenas intenciones, notable opera prima de Ana García Blaya centrada en la relación entre un padre colgadísimo y su hija preadolescente, que quitaba toda connotación peyorativa al término “conmovedora”. Y así ocurre ahora con Blondi, otra película de anécdota mínima pero con un gramaje emotivo infrecuente para el cine argentino.

Al tratarse de una película con personas, prodigan las dudas y los actos difíciles de explicar. Como el momento de libertad por una huida a Córdoba para un retiro espiritual luego de despojarse de todo, incluyendo trabajo, marido e hijos. Prodigan también las oraciones inconclusas, las dubitaciones ante los planteos inesperados. “No entiendo por qué me tuviste, si tenías quince años”, le dice el veinteañero Mirko (Toto Rovito) a su mamá (Dolores Fonzi), a quien apodan Blondi por su fanatismo por la banda de Debbie Harry –como buena película melómana, las canciones dicen lo que las personas no. Prodigan, también, las verdades más duras y terrenales: ella no quería tenerlo y fue a un médico que la mandó a casa con la orden de tomar unas gotitas para generar un aborto espontáneo que, obvio, nunca ocurrió. Misma mujer que, en la primera secuencia, despierta, mira el reloj, se altera ante la certeza de haberse quedado dormida, sortea los cuerpos durmientes de varios chicos en el living y, con sueño y una más que probable resaca, se sube a un viejo Renault 18 rural con el que recoge, porrito encendido en mano, al grupo de encuestadores a su cargo.

El laburo, desde ya, no la apasiona, pero nada parece hacerlo: ella transita sus treinta y pico haciendo lo que puede y de la manera que le sale, apoyándose en su madre (Rita Cortese) y una hermana (Carla Peterson) que construyó lo que podría catalogarse como familia modelo. Pero de modelo, se verá, poco y nada. Sobre responsabilidades y vínculos familiares multidireccionales (entre Blondi y su hijo, pero también entre ella y las dos mujeres) versa el debut en la realización de largometrajes de Fonzi. Coguionada por ella y la también actriz Laura Paredes, es una película tersa y de impronta naturalista que transcurre en un barrio del sur de la Ciudad de Buenos Aires, allí donde todavía imperan las casas bajas, las dinámicas de cercanía y las calles de hormigón. Nada de obeliscos, ni de planos aéreos con drone de Puerto Madero ni de esas cosas for export.

Lo que hay, en todo caso, es un costumbrismo barrial con freno de mano, una aproximación frontal y sin malicia a las inquietudes y sentimientos encontrados de ese clan con plena consciencia de sus limitaciones. Todos aquí son perfectamente imperfectos. Al igual que García Blaya aquí y Greta Gerwig (Lady Bird asoma como una referencia ineludible) en Hollywood, Fonzi registra con justeza el pulso contemporáneo de las relaciones humanas y se mueve con soltura en lo que los anglosajones llaman “dramedy”: un tono que, aunque matizado por el humor, tienen un trasfondo mucho más denso de lo que parece. El resultado es una película que, con sus filos declamativos bien limados, se parece demasiado a la vida misma.