Birdman o (La inesperada virtud de la ignorancia)

Crítica de Guillermo Monti - La Gaceta

Virtudes, desmesuras y el Oscar bajo el brazo

La carrera actoral de Riggan quedó anclada en su interpretación de un superhéroe, Birdman. Pasaron los años y nunca pudo despegarse del personaje. Apuesta entonces por montar una obra teatral en Broadway, una fórmula para demostrar (y demostrarse) su real capacidad artística. Los días previos al estreno se tornan caóticos, una montaña rusa emocional de la que Riggan es incapaz de bajarse.

Uno de los principales activos de “Birdman” es su carácter revulsivo. Desde el estreno viene dividiendo aguas, entre el elogio y la descalificación. Así de ambivalentes fueron la valoración crítica y las apreciaciones de los espectadores. Profunda o pretenciosa. Emotiva o superficial. Bien actuada o sobreactuada. Inteligente o auterreferencial. Y ni que hablar de su construcción formal, ese interminable (y falso, no podía ser de otro modo) plano secuencia que recorre la película de principio a fin. “Birdman” provoca numerosas sensaciones, pero jamás indiferencia. Sólido punto a favor.

De lo que jamás podrá acusarse a Alejandro González Iñárritu (AGI) es de padecer el síndrome de la pereza artística. Puede ser excesivo, desmesurado, capaz de hacer levitar a Michael Keaton o de hundir a Javier Bardem en el pozo de “Biutiful”. De acuerdo. AGI cuenta con todas las cartas para jugar a lo seguro. Eso se traduce en rodar muchas películas sin sacar los pies del plato, lo que en Hollywood equivale a ganar mucha plata. Y premios, por supuesto. Pero AGI se embarca en búsquedas, más de una vez arriesgadas. Como filmar “Birdman” en una sola toma, por ejemplo, que no es lo más importante del asunto ni significa el descubrimiento de la pólvora, pero sí ratifica su intención de salirse un poquito de las convenciones. Todo a sabiendas de que van a criticarlo (por pretencioso, claro).

Desde que Sean Penn le entregó el Oscar a AGI se instaló una lectura: Hollywood se premió a sí mismo. Como si los actores, actrices y directores que votan se reconocieran en el drama de Riggan. Una estrella que le debe lo que es y lo que no es a un personaje tan improbable como un superhéroe. Los diálogos interiores de Riggan bien pueden expresar más de una frustración o mil anhelos secretos. No deja de ser psicología barata y, por sobre todo, una injusticia con la película.

AGI, Dinelaris y los primos Bo-Giacobone llevaron al extremo a Riggan y a la fauna que lo rodea. La obsesión de Riggan por reivindicar su carrera, y de paso por legitimarse frente a su familia, es desmedida, paródica, dolorosa y divertida. No tan caricaturesco como Mike (algún día llegará el Oscar para Edward Norton), cuya autoproclamada devoción por el teatro le impide conseguir una erección si no está sobre el escenario.

El de “Birdman” es un tour de force por la previa de un estreno en Broadway (y nada menos que de una pieza de Raymond Carver), con todo lo que eso implica: vértigo, dudas, cambios de última hora en el elenco, vanidades, sexo, funciones de prueba y el revoloteo de algún crítico con ínfulas divinas. AGI lo plantea desde la perspectiva de Riggan, colmada de inseguridades, construida desde los escombros del Birdman interior que le baja línea, y condicionado por la presencia de su ex mujer y, en especial, de su hija (excelente Emma Stone). Puede ser mucho. Lo es.

Emmanuel Lubezki había conquistado el Oscar el año pasado gracias a su exploración del espacio profundo (“Gravedad”). Aquí su misión es bien terrenal y vuelve a ganar la partida a caballo de su condición de extraordinario iluminador. Entre pasillos, camerinos y bambalinas se mueven sombras, algunas inquietantes. La fotografía de Lubezki es un lujo, para “Birdman” y para cualquier otra película.

Al compás de una línea de batería que sube y baja con sincronía jazzística, Riggan avanza hacia su epifanía, que es la de “Birdman”. Es el papel de su vida para Keaton. Merecía el premio que le dieron a Eddie Redmayne.

En la historia del Oscar hay multitud de interrogantes y sinsentidos. “Birdman” está lejos de descollar entre las ungidas como Mejor Película (lástima, debió ser el año de “Boyhood”). Tampoco es la peor. Obedece, a fin de cuentas, a un tiempo y a un lugar precisos. Habla de sueños y de desengaños, de un modo particular y decididamente personal.

Los premios oscar que obtuvo el domingo pasado: Mejor Película; Mejor Director; Mejor Guión Original (González Iñárritu, Alexander Dinelaris y los argentinos Armando Bo y Nicolás Giacobone) y Mejor Fotografía (Emmanuel Lubezki); contaba con postulaciones en otras cinco categorías.