Berberian sound studio

Crítica de Juan E. Tranier - La mirada indiscreta

El Grito

Hacia 1892 Evdard Munch escribió en su diario: “paseaba por un sendero con dos amigos -el sol se puso-, de repente el cielo se tiñó de rojo sangre, me detuve y me apoyé en una valla muerto de cansancio -sangre y lenguas de fuego acechaban sobre el azul oscuro del fiordo y de la ciudad-, mis amigos continuaron y yo me quedé quieto, temblando de ansiedad, sentí un grito infinito que atravesaba la naturaleza.” Dos años antes, a su hermana le diagnosticaron un trastorno bipolar y fue internada en un hospital psiquiátrico. Y veinte años antes de eso, su madre y una hermana más pequeña morían de tuberculosis, a la vez que el trato con su padre empeoraba paulatinamente. A mediados de 1893 Munch exhibió por primera vez El Grito (Skrik), una pintura que mostraba a un hombrecito gritando, con un cielo rojizo de fondo y unos sujetos indefinidos detrás de él. Al día de hoy las conjeturas al respecto del motivo del grito siguen siendo eso mismo, puras especulaciones sin un sustento real, pero podemos intuir que la pintura responde al orden de la situación emocional de Munch. Pero también resulta curioso pensar que ese grito, al estar representado gráficamente, es un bramido mudo, sin sonido, por lo que se puede deducir que es una exclamación sin cuerpo, una queja ahogada, acallada, las ganas de pedir ayuda desesperadamente pero sin poder decirlo en voz alta, mirando fijamente al espectador.

Gilderoy (Toby Jones) bien podría ser el sujeto retratado en el cuadro de Munch. Es un pequeño hombre gris, sin carácter, tímido, pero que lentamente se irá sumergiendo en sus propias fantasías y delirios reprimidos. Pero antes (siempre hay un antes) habrá un espacio, personajes y un conflicto. Y sonidos, que serán el detonante de ese grito mudo.

Gilderoy, ingeniero de sonido de películas, es convocado al estudio Berberian Sound en Italia (donde toda la historia se desarrollará) por el productor Francesco Coraggio (Cosimo Fusco) para trabajar en la última película de Giancarlo Santini (Antonio Mancino), “El Vórtice Ecuestre”, película ficticia dentro de la película real cuya secuencia de créditos es recreada completamente en violentos rojos y negros al comienzo del film. Gilderoy, siendo muy hábil en su especialidad pero reservado hasta límites exasperantes, se deja manipular por el inescrupuloso productor y el libidinoso director, sumiéndose lentamente en una espiral opresiva y pesadillesca impulsada, mayormente, por las sugestivas imágenes violentas del film sobre el cual están trabajando y que, decisión nada casual, el espectador jamás verá.

Vale aclarar aquí que la fantástica y desconcertante Berberian Sound Studio transcurre en los setentas y es un homenaje a las películas de terror italianas, al giallo más precisamente, y a sus directores, Mario Bava, Darío Argento, Lucio Fulci y tantos más. Pero el homenaje no recae tanto sobre el género o los nombres ilustres sino sobre una de las tantas características esenciales de este tipo de películas, esto es, sobre el doblaje en estudio (esto se debía, generalmente, porque muchos actores no eran necesariamente italianos, sino que provenían de todas partes de Europa) y la recreación completa de los sonidos (el tratamiento o la reconstrucción de sonidos en estudio se llama “foley”; en los años setentas, en Europa, era una técnica bastante común porque aún no estaba desarrollada o era muy costosa la tecnología necesaria para capturar sonido ambiente o directo). La película carece de música extradiegética, todo proviene del material que se está trabajando y perturbadoramente los audios se irán filtrando en la cabeza de Gilderoy, despertando sensaciones reprimidas y ocultas.

Digamos que los gritos de las actrices, repetidos una y otra vez, casi como si se tratasen de una especie de mantra o de grito primario inquietante, encuentran la forma de llegar a la torturada mente de Gilderoy, llevándolo a un viaje enrarecido donde la ficción y la realidad se confunden, con ecos de Mullholland Drive e Imperio de David Lynch y de La Conversación de Francis Ford Coppola. Es que Gilderoy carga con sus propios demonios y traumas personales (mantiene una relación epistolar misteriosa, cuando no sospechosa, con su madre) y una vez sumergido en ese terreno de confusión y turbación se verá (y lo veremos) como el personaje de Munch, gritando, solo, y, paradójicamente, sin emitir sonido alguno.